En 2002, cuando la Argentina ardía entre los restos humeantes de la convertibilidad, el economista germano-estadounidense Rudi Dornbusch -estrella del MIT y asesor informal del FMI- propuso un plan de rescate para el país. Lejos de ser un salvataje solidario, su propuesta implicaba una rendición formal: ceder soberanía económica, firmar un pacto fiscal de hierro, impulsar una reforma laboral regresiva y aceptar la tutela extranjera como única vía de supervivencia.
El texto titulado Argentina: a rescue plan that works se convirtió en una suerte de manifiesto neoliberal poscrisis. En él, Dornbusch afirmaba que la Argentina debía prepararse para "una década de dolor", en la que toda la estructura estatal debía reconfigurarse bajo el mando de expertos extranjeros, organismos multilaterales y consultores internacionales. La economía, el sistema impositivo y la política cambiaria tenían que ser transferidos a manos "técnicas", despojadas de pasiones locales. La democracia económica, en pausa. El modelo de sociedad, redefinido desde afuera.
Curiosamente, un año atrás, Dornbusch había respaldado el programa de su viejo conocido Domingo Cavallo, uno de los artífices del sistema que acababa de colapsar. Esa continuidad ideológica revela la matriz profunda del plan: más que una solución, se trataba de una reconfiguración del país como plataforma abierta, disponible para el capital global.
Javier Milei, avatar del Dornbuschismo 2.0
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Hoy, más de dos décadas después, los ecos de aquel programa vuelven a sonar, pero no como un recuerdo, sino como un retorno cuidadosamente aggiornado. El presidente Javier Milei, autoproclamado “anarcocapitalista” y devoto de las teorías más extremas del libre mercado, parece dispuesto a encarnar la versión 2.0 del Plan Dornbusch. Su retórica incendiaria, que “difunde” y no “promociona” un modelo que promete éxito pero trae recesión; su devoción por las ideas de la Escuela Austríaca, su odio visceral al Estado y su fetichismo del dólar lo convierten en el fronting ideal para aplicar medidas de shock que, en otro contexto, habrían generado resistencia y rechazo.
El desembarco del economista chileno José Luis Daza como viceministro de Economía y negociador clave en el acuerdo con el FMI no hace más que confirmar este viraje favorable a las recetas en vacío de los técnicos globales.
Con paso por el Fondo, Wall Street y think tanks liberales, Daza representa una continuidad conceptual con el plan original de Dornbusch. Su nacionalidad, igual a la del coautor del paper de 2002, Ricardo Caballero, no es un dato menor: ambos forman parte de una elite técnico - financiera latinoamericana con fuerte alineamiento con los centros de poder global, especialmente Washington.
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José Luis Daza, el vice de Toto Caputo
A esto se suma una señal aún más contundente: el lunes 14 de abril, Scott K.H. Bessent -secretario del Tesoro de Estados Unidos, operador histórico de fondos de inversión y ex número dos de George Soros- llegará a Buenos Aires. Su visita no es casual. Es una gira de inspección, de chequeo de planillas, de cierre de acuerdos. Bessent es una figura clave del capital financiero internacional. Su llegada no solo blanquea el tutelaje externo de la economía argentina, sino que legitima un esquema de poder donde el gobierno nacional actúa como gerente de intereses globales.
La estética de la libertad, la realidad de la entrega
Todo esto ocurre bajo la estética de la “libertad”, pero en realidad se trata de una desposesión; una extranjerización no solo de los recursos, sino también del diseño institucional, del relato público, de las reglas de juego. El Estado argentino se ha convertido en un simple ejecutor de órdenes externas y la famosa “libertad” se limita a la de los capitales para entrar y salir sin restricciones.
En términos técnicos, la situación remite al llamado modelo de sobreimpulso de Dornbusch: los mercados reaccionan con volatilidad ante medidas abruptas de política monetaria, generando una ilusión inicial de estabilidad o “éxito”, seguida por un rebote recesivo de gran profundidad. Es lo que se observa hoy: una baja ficticia de la inflación, sostenida por recesión brutal, licuación de salarios, dólar barato para los exportadores y destrucción del mercado interno.
A diferencia de 2002, sin embargo, ahora hay una administración que milita la entrega. Milei no “cede” soberanía: la entrega con fervor religioso. No lo obligan: lo cree. Su gobierno está diseñado para ser funcional al plan Dornbusch II. Es su ejecutor, su traductor local, su rostro televisivo y en redes sociales. Su carisma disruptivo, su lenguaje provocador y su discurso antisistema no hacen más que facilitar el proceso. El lobo ya no necesita disfraz de cordero: ahora es influencer.
En 2002, nuestros “Capitanes de la Industria” rechazaron la intervención tras una reunión en el Hotel Alvear, la política estuvo a la altura y la resiliencia de la ciudadanía volvió a encaminar a la Argentina.
Hoy, frente a este panorama, la oposición política y social aparece paralizada y desarticulada, encerrada entre el miedo a parecer conservadora y la nostalgia por un pasado que ya no interpela a las nuevas generaciones. Encerrada en internas incomprensibles / estériles y la incapacidad para construir un relato nuevo, la alternativa a Milei parece difusa, nostálgica o tímida ¿Podremos rearticularnos nuevamente?
Después de Sampaoli vino Scaloni
Tal vez, la política pueda tomar nota de la historia reciente del fútbol argentino. Después del fracaso del individualismo extremo, la soberbia táctica y el descontrol emocional de Jorge Sampaoli, a quien también apodaban “El Loco” e igualaban en la prensa francesa con el gran Bielsa, llegó Lionel Scaloni, un técnico inesperado, sin credenciales rimbombantes, pero rodeado por un cuerpo técnico plural, horizontal, donde conviven la visión de campo de Pablo Aimar, la solidez táctica de Roberto Ayala y la experiencia defensiva de Walter Samuel, todos profesionales con experiencia en la albiceleste.
Ese equipo, más colegiado que personalista, más sensato que ruidoso, más argentino que importado, logró lo que muchos daban por imposible: reconstruir el vínculo emocional con el pueblo, renovar un proyecto y ganar el Mundial. ¿Y si la dirigencia política tomara nota de esa lección? ¿Y si dejara de buscar un nuevo “mesías” y empezara a construir equipos? ¿Y si entendiera que el futuro no pasa por el caudillo ruidoso sino por la inteligencia compartida, el consenso virtuoso y el amor por lo propio?
Si Milei es nuestro Sampaoli, entonces lo que viene no puede ser más locura, sino más construcción. Para eso, hace falta dejar de imitar recetas extranjeras y volver a creer en el talento colectivo, ese que tantas veces nos salvó, incluso cuando todo parecía perdido.