Mientras el presidente Javier Milei repetía las ideas extemporáneas de su vademécum libertario en Davos –defensa irrestricta de la propiedad privada, vituperios al cuco del Estado, etc.– ante un auditorio de tibios aplausos, comenzó a circular en redes sociales y en la prensa nacional la noticia del primer impacto concreto de la reducción en el sistema científico argentino. Un día antes, el directorio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) había comunicado su decisión de “posponer la publicación de los resultados de la convocatoria a Becas y Promociones CICyT hasta tanto se configure el presupuesto definitivo,” al mismo tiempo que hacía pública su solicitud al nuevo presidente del organismo, Daniel Salamone, de que arbitre “los medios para realizar las gestiones que permitan obtener las adecuaciones necesarias al presupuesto”.
El lunes pasado, el prestigioso biólogo molecular Alberto Kornblihtt, investigador principal del CONICET y profesor titular de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, advirtió en el plenario de comisiones del Congreso sobre el daño irreversible que produciría el desfinanciamiento del sistema de Ciencia y Técnica del país. “Es equivalente a dejarlo morir”, sostuvo. Como ocurrió con el macrismo, el gobierno actual se empeña en reducir gastos bajo una consigna de dudosa ubicuidad: la eficiencia. La noción, con sus variantes morfológicas, aparece unas cincuenta veces en el proyecto de ley que saquea a Alberdi.
Según el diccionario de la RAE, “eficiencia” es la capacidad de lograr un efecto determinado, un resultado, con el mínimo posible de recursos. Con ese sentido empresarial de lo eficiente, Milei sacó a relucir en su campaña sus bravuconas glosas de Murray Rothbard. Las aplicó también a los científicos, como si fueran empresarios, sobre quienes dijo: “Que se ganen la plata sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad a mejor precio, como hace la gente de bien”. La mirada paranoide de lo eficiente no sólo es reductora, no sólo peca de falsa ubicuidad pretendiendo abarcar universos distintos, sino que también es contradictoria con el eslogan de modernización estatal que este gobierno pregona. ¿Qué mayor eficacia para un país que desarrollar sus productos y servicios en base a una adecuada inversión en ciencia y tecnología? Desfinanciar la investigación científica no sólo es dejarla morir, sino también volver precarias las opciones con las que cuenta una sociedad a la hora de consumir, educarse, pensar, sanarse, protegerse, entretenerse.
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La decisión del directorio del CONICET implica que las 1300 becas doctorales, las 800 becas posdoctorales y las 300 becas de finalización de doctorado a las que profesores e investigadores de todo el país se postularon en agosto del año pasado quedan suspendidas. En suspenso. Un suspenso con mal augurio: por estos días se conoció la baja de 50 contratos de personal administrativo y, por su parte, el presupuesto universitario tiene un horizonte más que acotado.
El recorte que empieza a hacerse efectivo en el área inició su recorrido con los dichos amenazantes del Presidente durante la campaña electoral, siguió con el reagrupamiento del organigrama ministerial (según el Decreto 8/2023, el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación quedaría bajo la órbita de la Jefatura de Gabinete), un reordenamiento virtual pues, hasta hoy, no están definidas las estructuras de la administración del Estado en virtud de que varias de sus modificaciones y atribuciones (presentes en el famoso DNU) deben ser legitimadas por el Congreso, y promete continuar con el gradual abandono gubernamental.
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En diciembre, el directorio del CONICET tomó medidas administrativas preventivas, esperando el nombramiento del nuevo presidente y del cambio de gobierno. Salamone participó, de hecho, de una segunda reunión sin haber sido aún designado. El comunicado es clarificador: “Con posterioridad a dicha reunión se emitieron normas administrativas del Ejecutivo Nacional que afectan las decisiones anteriores del directorio.” Es decir: el funcionamiento administrativo pende del hilo del presupuesto, sin visos de ser actualizado.
Dos análisis independientes realizados por la socióloga Sol Minoldo y el politólogo Mariano Barrera indican que, de mantenerse esta tendencia, los salarios de los investigadores podrían caer entre 52% y 53% en mayo de este año (ver Minoldo y Barrera). Además de la soga al cuello al sistema, con todas las implicancias que ello genera –desde la fuga de cerebros hasta la baja en la productividad científica en todas las ramas de la investigación, desde la pérdida de puestos de trabajo y de horizontes laborales hasta la paralización de laboratorios e institutos por falta de insumos–, la situación parece augurar una implosión sin precedentes: volver tan precario al sistema como para que se naturalice la opción de pasarse al sector privado o de irse a trabajar fuera del país.
En febrero se van a cumplir dos años del fallecimiento de Susana Torrado, la socióloga a la que Domingo Cavallo mandó a lavar los platos en la década de auge del liberalismo. Por estos días, la cosplayer que actúa de diputada Lilia Lemoine sostuvo en una entrevista radial que los artistas debían dejar de venderse como esenciales y, de ser necesario –o sea, de aprobarse el proyecto de ley ómnibus–, agarrar la pala. A pesar de la distancia, hay un hilo conductor que enhebra ambas declaraciones: para el endiosado y abrumador concepto de eficacia que maneja el gobierno, artistas y científicos forman parte de un mismo conglomerado social: el de las utilidades diferidas. ¿Cómo medir el tiempo implicado en una producción artística o científica si no es mediante resultados a largo plazo y concepciones globales que, en principio y por definición, nada tienen que ver con el scroring empresarial? ¿Cómo medir los recursos utilizados en un producto cuyos efectos o bien resultan intangibles o bien, si tangibles, nunca suelen ser inmediatos?
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Es poco probable que Cavallo hubiese estado habituado a lavar su vajilla. Menos aún que Lemoine haya agarrado en su vida una pala. (No somos obtusos: al mentar el utensilio, la sagaz cosplayer utilizó una metáfora. Una metáfora, por cierto, muy popular. La misma Lemoine dice haber relegado sus aptitudes y deseos artísticos y haberse empleado en el sector privado durante dos años. Dos años. ¡Dos años! Menuda comparación. ¿Habrá que creer que su caso es singular, ejemplo de una artista que supo rebuscársela en la vida?).
La ideología hidalga que caracterizó hace trescientos o cuatrocientos años a los poco instruidos adelantados durante la Conquista, esa idiosincrasia castellana que tan bien estudió José Luis Romero, que a fuerza de prepotencia y herencia –virtudes sostenidas por el sistema esclavócrata de la época– convirtió las primeras riquezas expropiadas en estancias parece hoy reintroducirse en el discurso de la elite gobernante. Su permanente aspiración a distinguirse de los políticos, sin embargo, va cobrando la dinámica del boomerang.
Como el personaje de Thomas Mann capturado por el tiempo mágico del sanatorio Berghof de los Alpes suizos, el presidente Milei parece haber encallado en el tiempo detenido de sus diatribas pro mercado. Su intervención en Davos, como mostró Alfredo Zaiat, reprodujo en lo esencial las ideas vertidas en 2018 en el evento TEDx San Nicolás con el título “La estruendosa superioridad del capitalismo” (ver Zaiat en Página/12). De 2018 a 2024, el triple del lapso en el que Lemoine agarró la pala, el presidente Milei se repite, ejerce el auto-plagio. Eso, para un investigador del CONICET sería el síntoma de una involución censurable. Sobra decir que el sistema, quizás como ningún otro en el país, prevé normas y precepciones para sancionar ese ocio fraudulento: las evaluaciones periódicas de pares, de comisiones asesoras, de juntas especiales de calificación buscan precisamente mantener la excelencia del sistema científico (https://evaluacion.conicet.gov.ar), mientras que las exigencias a nivel internacional hacen que la rigurosidad y renovación teórica, crítica y experimental sean aspectos ineludibles de la producción científica local.
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Alberto Kornblihtt había sido ya convocado por el Congreso en 2018 en ocasión del debate en torno a la Ley de interrupción voluntaria del embarazo. En dicha ocasión, Kornblihtt sostuvo que un embrión no es lo mismo que un ser humano y que el término “vida humana” no es un concepto biológico sino una abstracción que resulta de convenciones sociales, jurídicos y/o religiosas. Al terminar su exposición, la senadora tucumana Silvia Elías de Pérez cometió el desliz –propio del que solo cree– de comparar el síndrome de Down con una enfermedad incurable. “No, no está bien, está mal”, remató perentorio el biólogo (Kornblihtt 2018). Esas mismas palabras utilizó Kornblihtt al concluir sus razones en el plenario de comisiones de la bicameral. Lo que esa frase pretende hacer notar de manera simbólica es que no todo es lo mismo, que no puede andarse por la vida tomando (ni vendiendo) gato por liebre, que la ciencia, en definitiva, en tanto saber específico, debe ser, como mínimo, respetada.
Durante la campaña electoral, sin embargo, la comunidad científica oyó entre incrédula y atónita las amenazas furibundas y arbitrarias sobre el sector. Hoy las percibe en acto, en un derrotero que se presenta como irremontable. Lavar los platos o agarrar la pala son las consignas que ofician de mascarón de proa para el asalto de los recursos estratégicos del Estado en flagrante detrimento de la sociedad en su conjunto. Un gobierno que se pelea con la ciencia, que destrata la diferencia entre hechos y creencias, es un gobierno destinado al oscurantismo de las invocaciones divinas. No obstante, las fuerzas del cielo (lo saben incluso hasta los más creyentes) no son, nunca fueron, las que ordenan la calle.