Cuando el presidente Javier Milei se negó a dar el discurso inaugural de su mandato ante la Cámara de Diputados, como es costumbre desde hace 40 años, marcó un punto de inflexión. “Dar la espalda a la casta”, como mencionan sus adláteres, con el beneplácito de ciertos comunicadores sociales y del propio establishment político-empresario, es todo un símbolo de su desprecio de las instituciones democráticas y el sistema de partidos que es uno de los logros más importantes de la Argentina desde el fin de la última dictadura militar.
Más allá de lo que dijo, importa el lugar de enunciación y el contexto de la escucha de ese discurso. Ya no es el pueblo representado por sus dirigentes electos democráticamente, sino un discurso faccioso ante una facción. Milei da así otro paso más en la degradación democrática en la que estamos envueltos desde aquel mensaje inaugural de Raúl Alfonsín: con la democracia se come, se educa, se cura.
¿Cómo llegamos a este punto? Esa es la pregunta esencial que hay que responder en los próximos vertiginosos años, antes de que este proceso termine mal o peor de lo que imaginamos. Porque el plan es acelerar contra el iceberg: ajuste a los jubilados, a los docentes, a los empleados públicos, a los sectores del trabajo privado por medio de tarifazos de luz, gas y agua, más inflación, aumento de la nafta, recortes a presupuestos provinciales y universitarios. ¿Para esto había que convocar a un devoto de la economía austríaca? Por supuesto que ya no hay tiempo para llorar sobre la leche derramada, pero tampoco el camino es resistir, porque resistir implica creer que los que nos enfrentamos a este plan perverso no tenemos alguna responsabilidad. La tenemos. Andrés Larroque lo ha dicho sin eufemismos, como es habitual en su estilo: hay un problema de representación.
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¿Por qué ganó Milei el ballotaje? Milei gana, en parte, porque, además de haber hecho un mal gobierno, estamos asistiendo a las primeras manifestaciones de la mutación epistémica generada por las transformaciones productivas de la sociedad digital. En estas transformaciones se gesta una serie de condiciones estructurales nuevas: en la producción, en el trabajo, en la socialidad, en la cultura, en las formas de acceso al saber. Estas transformaciones ponen en crisis todas las instituciones que organizaban esas prácticas: el Estado, la empresa, la familia, los partidos políticos, los medios de comunicación tradicionales, la escuela, las iglesias...
Si en la hipótesis del sociólogo de la cultura, Raymond Williams, expuesta es su libro La larga Revolución, las religiones primero y luego las instituciones modernas (partidos políticos, escuela) configuraron las formas de vivir del siglo XX, hoy asistimos a otra migración que va desde los medios de comunicación llamados de masas a las redes sociales y las plataformas digitales, con un alcance (extensión) y profundidad (subjetividad) inéditos. La victoria de Milei es una de las manifestaciones de esta mutación y su decisión de hablar frente a la plaza del Congreso es una clara referencia a este cambio: gobernar sin mediaciones.
El peligro de esta configuración social es que las sociedades comiencen a funcionar gobernadas por el narcisismo. Todos queremos nuestros quince minutos de fama. ¿A qué costo? ¿Con qué objeto? Contra el discurso invocado de la meritocracia se rinde culto al exitoso, que por lo general heredó el negocio o lo hizo a costa de otros. Por otro lado, la sociedad se vuelve inmediata como la arquitectura del sistema digital que ahora viene a reemplazar la del Estado de bienestar.
Los neorreaccionarios como Milei proclaman que el Estado es un depredador serial. ¿De qué? ¿De quién? Los que gritan “la casta tiene miedo” acaban de designar en los lugares clave a los representantes de las más reconocidas corporaciones del capital concentrado. Mientras los milennians dicen que se representan solos, pusieron en el poder a sus verdugos.
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Javier y Karina Milei en la recorrida entre Congreso y Casa Rosada (Foto: Télam)
Otra dimensión de la nueva época es el horizontalismo. Vivimos un mundo tribal, como lo había anunciado Marshall McLuhan: desjerarquizado y rizomático. Cualquier cosa lleva a cualquier otra y solo el mercado puede constituir sus equivalencias. ¿La vida no vale nada, como el peso? Veremos cómo Milei resuelve este dilema. Quizás haya que creer en su proclamado darwinismo. Solo sobrevivirá el más fuerte, pero también hay una dimensión que olvidamos. El aceleracionismo es, paradójicamente, atemporal. Vivimos, por cierto, una crisis del historicismo. Queremos todo ya, impacientes al futuro. Es preferible que todo estalle antes que siga igual, porque acomodar las cosas progresivamente implica esperar resultados mañana.
Si pensamos, acaso, que el pueblo no se equivoca, habrá que desentrañar cuál fue el mensaje de las urnas. ¿No será que el pueblo quiere otro Estado? No más o menos. Linda pregunta para el peronismo.
Otra característica del tiempo que nos toca es la ubicuidad. Todo es aquí y ahora, como lo marca el WhatsApp. ¿La compresión de las dimensiones de tiempo y espacio es el signo de este presente móvil? Si la red es mi lugar de pertenencia, mi cultura, ¿cómo no voy a despreciar a los me hablan de Estado, de comunidad, de barrios y territorios? ¡Ey, yo ya no vivo en esa casa!, gritan desesperados. Tenemos un problema de lenguaje con mucha gente, en especial, con los más jóvenes. Por eso no escuchan.
La política de la era digital potencia las polarizaciones porque el engranaje de su estructura es binario. ¿Habrá que imaginar una nueva pedagogía política? ¿Habrá que reconfigurar el discurso, volver a repensar el futuro, rediseñar el estado, desafiar el presente? En eso el león ganó la batalla: habló claramente en contra del presente. Eso conmovió a los jóvenes. ¿Se puede hacer política sin conmover? El león es un emoticón, pero también un roto, como muchos argentinos, y la Casta lo usará en su beneficio. En eso hay algo de masoquismo: se viene el apocalipsis libertario comprado por los pobres contra el Estado de bienestar fallido.
Es tiempo de pensar seriamente antes de que venga el colapso.