Las últimas semanas vivimos la extrema mediatización del caso del expresidente y la ex primera dama. Ahora, una diputada nacional denuncia a sus compañeros de bloque por la misma razón. Esos casos involucran a dirigencias que se encuentran, cada una, en las antípodas ideológicas de la otra en el terreno de la política partidaria. Sin embargo. las acerca un delito desconocido por el gobierno nacional: la violencia de género.
Pasamos meses escuchando al Gobierno y, específicamente, al Presidente bajar mensajes que desmienten la existencia de este flagelo y acciones consecuentes que abandonan a las mujeres en situación de violencia. Esos discursos tienen un condimento: el odio.
Este odio discursivo sucede en un contexto de brutal sacrificio y ajuste económico. En palabras del Presidente, “el ajuste más grande de la historia”. Yo me pregunto si Javier Milei sabe a quién le pesa más todo este sacrificio. Seguramente lo sabe, aunque no lo reconozca: a las mujeres.
En nombre de la libertad se han dicho las peores atrocidades. Se ha habilitado que personas odiantes, retrógradas, crueles y misóginas tengan voz pública y ataquen vil y ferozmente, de manera organizada, con el claro objetivo de silenciar y disciplinar a determinadas personas y grupos sociales. Intentan, con todos los medios posibles –incluso los recursos estatales que dijeron venir a proteger-, convertir a nuestra sociedad en algo que no es: insensible e intolerante.
El primer acuerdo de la era Javier Milei
Por las más diversas razones, porque les creemos a las víctimas, porque los medios tienen rating, porque los monstruos lo utilizan políticamente, por la relevancia de las y los involucrados y más, llegamos a este viejo-nuevo acuerdo nacional. Es un paso crucial, pero no puede ser el único. Debemos avanzar hacia un pacto social que coloque a la igualdad y la justicia en el centro de nuestras políticas y prácticas cotidianas. Debemos contar con un Estado que deje de preocuparse por tuitear y se haga cargo de cuidar a las mujeres.
Tenemos una nueva oportunidad. La violencia específica contra las mujeres es una realidad innegable. La aceptación de esta verdad es el primer paso para erradicar un problema que trasciende lo individual y afecta a toda la comunidad. Los problemas de las mujeres no son solo de las mujeres.
Somos las que criamos solas en 1.600.000 hogares. Somos las que tenemos triple jornada laboral para poder traer un plato de comida a casa y cuidar a nuestra familia. Y ahora nos piden más sacrificio.
Las conquistas de la lucha en las calles
En el 2015, con el primer “Ni una menos”, miles y miles de pibas, mujeres, personas de diversas orientaciones de género e incluso varones acompañaron y siguen acompañando en las calles el reclamo. Conquistamos la ley Micaela, la ley de ESI, la ley de IVE y la ley de Paridad de Género, entre muchas otras que hoy vemos en retroceso.
Pero quiero destacar un punto: ese poder popular e imparable de las mujeres y diversidades le dio varias lecciones a la democracia y debe volver a hacerlo. Debe volver a las calles, a los barrios, a creer en sí mismo. La desmovilización resultante de un gobierno que creyó que las instituciones están por encima de la participación popular, que alcanza con algunas políticas sectoriales para la foto, debe desempolvarse, sacar el glitter del cajón y tomar volumen nuevamente. Ese movimiento inmenso que somos debe mostrar al Sistema que hay realidades que no podemos seguir escondiendo bajo la alfombra: la violencia de género existe.
El Estado tiene un rol crucial en la protección de las víctimas y la prevención de la violencia de género. Esto implica, en primer lugar, la implementación de políticas públicas efectivas que aborden el problema desde sus raíces. Las leyes son necesarias, pero no suficientes; por eso, es vital que existan recursos adecuados para su ejecución.
Además, la prevención debe ocupar un lugar central en la agenda pública. Esto incluye la educación desde edades tempranas, las políticas de prevención para desentramar la naturalización de la violencia y los dispositivos de protección para aquellas que están atravesando contextos de violencia de género y tienen que escapar de la violencia con sus hijos para empezar una nueva vida. El movimiento de mujeres ha estudiado esto ampliamente y está sustentado en innumerables investigaciones y estadísticas que nos arrojan resultados desoladores: una mujer muere cada 33 horas en nuestro país.
Le quiero decir al señor Presidente que la violencia es altamente escalable cuando vivimos en desigualdad de condiciones y sin un Estado que vele por nuestra integridad. La precariedad de la vida se vuelve una trampa mortal para nosotras.
No se puede decir ni hacer cualquier cosa en nombre de la libertad.