ELECCIONES 2023

De Mauricio Macri a Javier Milei: ¿castigo o amenaza?

Lo que dejaron las PASO, entre las aparatosas generalidades que promete la derecha y la insuficiencia de las explicaciones progresistas.

A la política se la suele definir, según un lema conocido, como el arte de lo posible. En 2015, pocos –muy pocos– creían que Mauricio Macri podía acceder al sillón de Rivadavia. No obstante, el parricida trepó al histórico balcón de la Casa Rosada –cuya iconografía política iba de Perón y Evita a Raúl Alfonsín – y desplegó sus burlescos pasos de baile que no eran otra cosa, simbología mediante, que un anticipo de su gran burla al pueblo llano y votante. Macri gobernó para los suyos –o sea, para el 1%–, algo que es conocido y reconocido por todos. De allí, por cierto, la imposibilidad de su reelección. Sin embargo, el estrago que generó su política ultraelitista se sigue discutiendo –o silenciando, la otra cara de la moneda– en círculos con buena prensa a tal punto que Patricia Bullrich, su candidata fidelizada de los últimos tiempos, vapuleó las aspiraciones del larretismo (algo así como un macrismo sin Macri) y obtuvo el segundo lugar en las elecciones simultáneas del domingo. La sorpresa, sin embargo, la dio Javier Milei: sus más de 30 puntos porcentuales en una elección que se vaticinaba fragmentada en tercios ha sido sin dudas la noticia descollante. Nadie lo esperaba. Todos vaticinaban la fracción tripartita, pero de forma invertida (con el león en la cola).

De Milei como fenómeno político se ha dicho bastante. Con diferentes ponderaciones y herramientas, consultores (Durán Barba), politólogos (José Natanson), antropólogos (Pablo Semán) han tratado de explicar la ascendencia entre el electorado de una propuesta sintetizada, tal vez como ninguna otra, en un acting (el mejor acting, según los resultados del domingo). Ninguno se atreve a decir si lo que alcanzó el domingo es su piso (un piso alto, en todo caso) o su techo. Pero todos coinciden en que el fenómeno venía perfilándose hace tiempo (¡oh, no lo vimos!), que sus bases son más profundas y heterodoxas de lo que se cree (¡lo subestimamos!), que el crecimiento instalado viene dado por una lenta transformación de la sociedad hacia modelos individualistas y meritocráticos, propios de influencers, inversores de startups o de bitcoins. Tampoco de eso nos dimos cuenta. No entendimos que en la frase (ser) Galperin garpa el significado metafórico era más importante (y seductor) que el significado literal. Por eso, las alertas sobre el voto a Milei resonaron y resuenan puntillosas.

Hay que decir, primero, que el fenómeno es global. Bolsonaro, Trump, Áñez, Le Pen, VOX. En ese marco, la semiótica visual, gestual y verbal de Milei es elocuente. Al libertario le gusta parecer profundo –ha empezado a usar anteojos para leer–, imponerse “a lo macho” o mostrarse duro, diferenciarse de la “casta” y presentarse como un verdadero liberal, con raíces en el minarquismo (presencia mínima del Estado), cuya tradición remite a nombres emblemáticos como los de Benjamin Constant, Milton Friedman y, más acá, Robert Nozick. A ellos Milei suele sumar al economista liberal local Alberto Benegas Lynch (h.) y, últimamente (es decir, el domingo), a… Juan Bautista Alberdi.

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A partir de ahora pido al lector paciencia: bucearemos por algunos meandros doctrinarios a fin de separar la paja del trigo. Simplificando, la teoría liberal que postula Milei vendría a decir que el Estado debe sólo brindar protección (policía) y justicia (tribunales) a sus ciudadanos, cuyas gracias y necesidades materiales serían resueltas por el mercado. A los liberales como Milei (o Benegas Lynch) les gustan las cosas simples. La propiedad se adquiere por un derecho de justa distribución. Una distribución es justa si es legítima. Y, ¡eureka!: la legitimidad la determina el libre mercado. La circularidad de la propuesta –casi una tautología– peca de abstracción, pero se basa –he aquí el meollo del asunto– en un individualismo urticante: el individualismo de la propiedad. Como hace dos siglos, para esta corriente de pensamiento hay ciudadanos cuando hay propiedad (y viceversa); ni se les ocurre la posibilidad de pensar el origen de la propiedad –pandemónium del marxismo, del que huyen como vampiros del sol–. Y es lógico: fue Marx quien dijo que el proletariado demostraba la falsedad del racionalismo liberal de Occidente. Si se mira el mapa con los resultados electorales del domingo, sorprende la cantidad de distritos que migraron del azul frentetodista al violeta libertario. Y surge una paradoja, como la que existe entre la idea de libertad y el violeta, que es el color de los asfixiados: la fuerza de Milei parece nutrirse en buena medida de esos desclasados, ahogados durante el macrismo (el recuerdo de Santiago Maldonado acude solo) y a quienes el gobierno actual no supo o no pudo oportunamente asistir.

No sólo de allí proviene la sangría de votos. Milei es ambidiestro. Habla de libertad y capta una demanda juvenil (venimos de un prolongado encierro durante la pandemia). Habla (al trabajador) del “sudor de tu frente” y capta, lógicamente, el resentimiento de clase de los desclasados. Pero también capta la reacción contra la agenda progresista que una parte de la población percibió siempre como intimidante (sus diatribas contra el “hembrismo”, por ejemplo). La cuestión será distinguir entonces entre el castigo y la amenaza. Qué sector de la población expuso su bronca, su fastidio o su candidez en el voto, y qué sector fue interpelado por el contenido conservador de esa agenda.

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¿Milei cita a Alberdi con afán patriota? Cuando el autor de las Bases escribía, se enfrentaba a un país semipoblado (le llamaban “desierto”, negando de paso, hablando de propiedad, la presencia de pueblos originarios), una vastedad sin límites precisos que necesitaba industria, inmigración y desarrollo material sobre todo (la célebre frase “Gobernar es poblar” indica eso). Pero hasta un liberal como Alberdi preveía en ese contexto leyes y tratados que reglaran el pacto social y, por cierto, la necesidad de un tesoro federal que sustentara políticas de Estado, como por ejemplo la instrucción gratuita, “que será sostenida”, dice Alberdi en su borrador, “con fondos nacionales destinados de un modo irrevocable y especial a ese destino”. ¿Cómo se lleva esta misión liberal con la propuesta esperpéntica de Milei de crear vouchers para la educación, o de dinamitar el banco central, o de dolarizar, o de extirpar ministerios o derechos adquiridos?

Como a Patricia Bullrich –quien confunde deflación con recesión–, a una gran porción de votantes de Milei estas aparatosas generalidades o bien se les escapan o bien, directamente, les resbalan. Votan contra el sistema (condensado en la palabra burocracia), o contra el statu quo porque sienten en carne propia las deudas que la política no supo cómo saldar. O votan porque quieren dólares (¡vaya uno a saber!). En una recomendable entrevista, Pablo Semán llamaba la atención sobre la experiencia vivida por jóvenes de entre 16 y 24 años que no llegaron a conocer las políticas inclusivas del kirchnerismo. Y advertía sobre el peligro de infantilizar a los acólitos de La Libertad Avanza. Como si dijéramos: el voto es político cuando se aproxima a mis ideas y deja de serlo cuando choca contra ellas. Asumiendo esta advertencia, puede resultar oportuno, incluso productivo, preguntarse por la formación (con la amplitud necesaria de esa palabra) de estos jóvenes –y no tan jóvenes–, que si apenas vivieron el coletazo del kirchnerismo habrán padecido, en cambio, ellos y sus padres o familias, los cuatro años plenos del macrismo. Lo padecieron materialmente, pero lo insumieron culturalmente. Nadie ha indagado en profundidad en este desplazamiento y es un aspecto que merece ser analizado. Me valgo para ello de otro autor de consulta, también antropólogo, Alejandro Grimson. Entre sus diez cuestiones a tener en cuenta, aparecidas en Página12, Grimson observa: “En 4 años Bolsonaro dejó a un cuarto de la población ideológicamente consolidada. Eso aún no ocurrió en Argentina”. ¿No ocurrió? ¿Estamos realmente seguros de que la malversada cultura de la meritocracia, la tirria contra la militancia política (la “grasa” que mentó Prat-Gay), el endiosamiento del mercado, el denuesto de lo público, la espectacularización de la mano dura (de la doctrina Chocobar a Rafael Nahuel) no se expandió más allá del núcleo duro de la derecha? ¿No será que la ideologización cambiemita permeó en un amplio sector popular de la sociedad, que profundizó la brecha entre conciencia y realidad social? En ese caso, además de las redes sociales, insisto con esto (y sobre esto habrá que volver en otra oportunidad), los medios masivos de comunicación cumplieron un rol decisivo, más impactante del que se les suele atribuir.

Los análisis sesudos pecan a veces de ascetismo crítico, con su consecuencia inevitable: la reiteración huera. José Natanson, quien acaba de publicar uno (“El puñal”), descubre ahora que hay que ir a buscar la explicación del batacazo de Milei “a ras del suelo” (o sea, según él: “hay que ir a mirar ahí, a la feria de ropa usada, al maxikiosco 24 horas, al grupito que se reúne en la esquina”). Para Natanson, si hasta ahora no hubo un estallido social, como en 1989 o 2001, fue por la contención de las políticas asistenciales, de los movimientos sociales y “porque la democracia sigue funcionando”. Lo que funciona es un gobierno que, con altibajos e incontables defectos, no recortó sueldos ni incautó los ahorros de las y los ciudadanos (lo que motivó, entre otras cosas, los cacerolazos del 2001) y que todavía combate como puede la inflación para que no se espiralice y lleve a un espejo del 89. En otro pasaje de su nota, Natanson consiga que el batacazo: “Era, hasta cierto punto, lógico: la sociedad había castigado al kirchnerismo (en 2015), al macrismo (en 2019) y al Frente de todos (en 2021), y esta vez buscó algo completamente nuevo…”. Homologar situaciones tan disímiles como el triunfo cambiemita de 2015 (donde Macri ganó por 1,5 puntos), su derrota en 2019 (donde perdió por más de 8) y la de la coalición gobernante después de la pandemia no parece un suspicaz modo de interpretar el fenómeno. Antes que repetir lugares comunes (como escenas de película que supuestamente todos vieron y todos repiten), sería conveniente identificar y nombrar las causas que llevan a hacer de la situación social una muy delicada situación, siempre al borde de la crisis final, o transcurriendo en una crisis crónica desde hace años. La pandemia y sus secuelas (cognitivas, emocionales y materiales), la deuda con el FMI, la inflación y la especulación financiera son algunos de los problemas que deberían examinarse con microscopio, con datos reales y, sobre todo, con nombres propios.

Milei no es la superación de Bullrich y Macri, sino su combinación anabolizada. En este sentido, el electorado ya conoce (aunque no lo reconozca) su programa político. Habrá que hacer un esfuerzo por resaltar la distancia entre lo insumido y lo padecido, entre las beldades abstractas del emprendedurismo y la extendida precarización laboral.

El domingo pasado en el búnker violáceo se escuchó “El estallido”, la canción de protesta que la Bersuit Vergarabat compuso y grabó en 1997 contra el menemismo (el único gobierno democrático con el cual Milei se identifica). Dejando de lado esa contradicción (¡otra más!), habría que decir que las promesas explosivas del candidato anarcocapitalista tienen un pliegue donde se encubre, siniestra, la amenaza. Tal vez la tarea primordial para el campo popular (y para el oficialismo, si aspira al ballotage) sea volver cada vez más evidente ese pliegue, mostrar la extemporaneidad del estilo rockero, sacarle la careta, desnudar su verdadera melodía: la del saqueo, la del macrismo recargado, la del patrioterismo de élite, la cara de la amenaza facha que te dice, siempre te dijo y te va a seguir diciendo “todo o nada”.

el rehen
El libertario Javier Milei no competirá para la gobernación ni intendencias en Santa Fe

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