A mediados de septiembre pasado, el periodista Nicolás Baintrub publicó un artículo en la revista Anfibia para el que entrevistó a Jonathan Morel y a Leonardo Sosa del grupo Revolución Federal. Actualmente, ambos están procesados por "instigación a la violencia colectiva" sin prisión preventiva, en una causa relacionada con actividades de su agrupación y con amenazas hacia funcionarios públicos y legisladores, que se desarrolla por separado del expediente por el intento de magnicidio a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Morel, además, es conocido por haber recibido millones de pesos de Caputo Hermanos –una firma asociada a la familia del exministro de Finanzas de Mauricio Macri, Luis “Toto” Caputo– por trabajos de carpintería, oficio que confiesa haber aprendido por YouTube. En la carpintería también hicieron la horca que instalaron en Plaza de Mayo con la leyenda “Todos presos, muertos o exiliados”. Los dos tienen menos de 25 años. Morel y Sosa habían sido entrevistados a mediados de 2022, es decir, meses antes del atentado. "Nuestro objetivo es que los kirchneristas tengan miedo de ser kirchneristas", dijo Sosa en aquella oportunidad.
El informe "Desafíos de la democracia argentina en la pospandemia. Discursos de odio, prejuicios sociales y problemas de legitimación democrática" realizado por el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) con el apoyo del Congreso de la Nación, demuestra que, en la totalidad del país, el 26,2% de la ciudadanía “promovería o apoyaría discursos de odio”, el 17,0% permanecería “indiferente frente a los discursos de odio” y el 56,8% “criticaría o desaprobaría” los discursos de odio”. Esto, teniendo en cuenta que ese 26,2% está compuesto por respuestas afirmativas a enunciados extremadamente violentos asociados a posiciones autoritarias, xenófobas y antiderechos.
Por otra parte, la posición de indiferencia también podría leerse desde un cierto grado de aceptación a la proliferación de tales discursos en la esfera pública, con lo cual entre aprobación y diferencia nos hallaríamos cerca de un 43,2%. Además, es interesante señalar, que cuando se analizan los discursos según el objeto destinatario de la violencia que promueven, aparecen el primer lugar funcionarios y exfuncionarios y funcionarias y personas candidateadas a elecciones y, en segundo lugar, identidades políticas (peronistas, macristas, kirchneristas). Estas dos categorías se llevan casi el 50% de la muestra.
De la sanción de La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual a esta parte, el salto vertiginoso que implicaron las nuevas tecnologías de la información y la comunicación abrió todo un nuevo un escenario de complejidades y desafíos que se agregan a la histórica y vigente batalla por la desconcentración mediática y la pluralidad de voces como condición sine qua non para una vida democrática plena. El intento de magnicidio de la vicepresidenta Cristina Fernandez de Kircher incluye varias aristas, pero no cabe duda de que una de las centrales tiene que ver con el papel que jugaron los grandes medios de comunicación y las redes sociales en la estrategia de generación de un caldo de cultivo violento y de la instalación del clima de odio que terminó con una persona gatillándole en la cara.
Así lo advirtió también el Informe recibido por el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (MESECVI) de la Organización de los Estados Americanos (OEA) que analiza la escalada de violencia política y de género contra la vicepresidenta y plantea el rol que jugaron los medios masivos de comunicación y las redes sociales en la activación y difusión de mensajes y comentarios sexistas, amenazas violentas e imágenes degradantes. La investigación incluye pruebas que dan cuenta de esa peligrosa estrategia de hostigamiento mediático -incluidas tapas sexualizando su figura y hasta la difusión de la dirección de su casa- sobre la que se venía alertando desde hace varios años y que fueron construyendo el escenario que derivó en el atentado.
Más allá de las particularidades de cada país, esta situación encuentra sus paralelismos a lo largo y ancho de toda la región, en donde es cada vez más evidente la relación entre las estrategias de lawfare para proscribir líderes populares y la instalación de campañas de odio y fake news a través de medios y de redes sociales. También es un fenómeno que trasciende fronteras, como en el caso de la utilización de las redes sociales con fines partidarios o corporativos ilegítimos o ilegales: la campaña presidencial de Donald Trump en EEUU y luego el asalto del Capitolio, la elección de Jair Bolsonaro y más recientemente la toma del Palacio de Planalto en Brasil.
En el caso de Trump, se sabe que contrató los servicios de Cambridge Analytica para generar y difundir mensajes a gran escala utilizando Big Data para mezclar tratamiento cuantitativo de datos con elementos de psicometría y psicología comportamental, con el objetivo de modificar la intención de voto de millones de electores y electoras. La misma empresa que intervino en nuestro país.
En el reporte de la investigación que realizó el Comité de Digital, Cultura y Medios de la Cámara de los Comunes, titulado "Campaña Anti-Kirchner", se señala la existencia de pruebas alarmantes sobre la injerencia de la empresa Cambridge Analytica en los comicios argentinos. La investigación que realizó el Parlamento también informó que la campaña contra la entonces presidenta y actual vicepresidenta utilizó tácticas de espionaje y guerra informativa, sumada a la intervención de oficiales jubilados de las agencias de inteligencia y de seguridad en apoyo a la misión de Cambridge Analytica en Argentina. Todo para favorecer el ajustado triunfo que consagró a Macri presidente en 2015.
Esto es apenas una muestra del terrible riesgo y las consecuencias que ya está teniendo para las democracias y la soberanía de los Estados Nación la utilización con fines partidarios y corporativos de los datos y la información de las redes sociales para intervenir en procesos políticos y electorales y favorecer la instalación de discursos de odio, negacionistas y violentos que no necesariamente forman parte del menú de expresiones individuales y espontáneas de las personas, sino más bien de estrategias en el marco de relaciones de poder muy desiguales y de una creciente vulnerabilidad de las y los usuarios. Lejos estamos del cumplimiento de aquellas promesas democratizadoras, de horizontalidad y construcción de comunidad con las que surgieron internet y las redes sociales.
Porque, si anteriormente ya constituía una preocupación central la manipulación de las audiencias, la performatividad de la opinión pública por parte de los grandes medios de comunicación masiva, ahora el panorama se ha vuelto muchísimo más complejo. ¿Que sabían la radio y la TV de sus audiencias? ¿Qué información tenían? Algún informe de rating. Poco y nada. ¿Qué nos queda entonces con las redes sociales? ¿Qué información tienen las redes sociales? Toda. Qué nos gusta, con quiénes nos relacionamos, a dónde vamos, cuáles son nuestros intereses, hasta nuestro estado de ánimo. A veces parece que saben más de nosotros que nosotros mismos. Justamente, esto se da en el marco de una nueva etapa del capitalismo, basada en la extracción y uso particular de los datos como materia prima, donde las plataformas se han convertido en el modelo de negocios a través del cual esos datos son monopolizados, extraídos, analizados, usados y vendidos. Por todo esto, decimos que nuestra vulnerabilidad es enorme frente a ese poder gigante y cada vez más difícil de mensurar.
Esto implica una complejización de la discusión y la cruzada por la comunicación democrática. Más aun teniendo en cuenta que las plataformas digitales son hoy un ámbito prácticamente desregulado, o autorregulado por las propias empresas, que son corporaciones trasnacionales, que muchas veces ni siquiera tienen sede fiscal local y que ponen en jaque la capacidad de los Estados nacionales para garantizar derechos individuales y colectivos consagrados.
No es posible abordar esta cuestión con diagnósticos simples y respuestas improvisadas, pero es crucial empezar a trazar un camino de reflexión y discusión, como pasos iniciales hacia la búsqueda de acuerdos de síntesis y consensos, sobre la base de la necesidad de poner un freno a estas tendencias. Pensar cómo garantizamos una comunicación democrática que preserve la libertad de expresión pero que limite la instalación de climas de odio y de violencia política, cómo protegemos los datos de las y los usuarios y evitamos que sean utilizados con fines partidarios y antidemocráticos, qué hacemos frente a las ganancias extraordinarias de quienes sacan provecho económico de los datos que sin protección alguna les entregamos. En fin, cómo cuidamos esta democracia que tanto nos ha costado conseguir y que hoy, a 40 años de su recuperación, vemos nuevamente asediada.
La autora es licenciada en Ciencia Política (UBA) y diputada nacional por la provincia de Buenos Aires (2019-2023)