La oposición peruana fracasó en su segundo intento de destituir al presidente Pedro Castillo a través del mecanismo constitucional de “vacancia presidencial”, por el cual el mandatario puede ser revocado por el Poder Legislativo. Lejos de significar una alegría para el oficialismo, la nueva vida vuelve a evidenciar las limitaciones de un mandatario cuya autoridad no logra levantar vuelo y de un sistema político que se automutila a repetición pese al temor, cada vez más grande, de generar peligrosas consecuencias para el futuro nacional frente a un cansancio social que crece y una crisis que no acaba.
La derecha necesitaba 87 votos para acabar con el mandato de Castillo ocho meses después de su inicio, pero solamente consiguió 55, mientras que 54 legisladores se manifestaron en contra y 19 se abstuvieron. El delito que se le imputaba era, de nuevo, el de “incapacidad moral” a través de una moción presentada por las fuerzas de derecha de Renovación Popular, Avanza País y Fuerza Popular. La misma constaba de 20 acusaciones que iban desde supuestos casos de corrupción (todavía investigados por la justicia) y cohecho; la existencia de un “gabinete en la sombra” que lo asesoraría de forma privada y, entre otros, su supuesto reconocimiento de no estar capacitado por dirigir al país luego de haber dicho, en una entrevista con la CNN, que “no fue entrenado para ser presidente”.
En diálogo con Letra P, el profesor de la Universidad de San Marcos y exembajador en Buenos Aires Nicolás Lynch aseguró que Castillo, ante las reiteradas crisis que amenazaron con sacarlo del poder y las peleas con fuerzas políticas aliadas, entró en una “dinámica” que tiene como objetivo “durar” en el cargo, lo que implica “renunciar al programa de cambio que levantó para ser elegido”. “Su idea es durar y regresar al continuismo neoliberal, que es lo que nos ha llevado a la crisis porque en crisis no estamos por Castillo, estamos desde que renunció Pedro Pablo Kuczynski en 2018”. “La derecha lo va a debilitar aun más buscando más concesiones o bloqueándolo”, agregó.
Desde su asunción, en julio del año pasado, Castillo nunca tuvo un período de gracia o una primavera de gobierno. Luego de su victoria en el ballotage ante la hija del dictador Alberto Fujimori, Keiko Fujimori, sufrió el desgaste anticipado de las infundadas denuncias de fraude hechas por la candidata de Fuerza Popular. Luego, una vez en el Palacio de Pizarro, padeció las disputas internas de su coalición, que le dificultaron la conformación de su primer equipo de gobierno y ya lo obligaron a construir cuatro gabinetes diferentes luego de sucesivas caídas y renuncias. Después, en diciembre, sobrevivió al primer intento de vacancia y ahora acaba de sufrir un nuevo embate de la derecha.
Hace tiempo que la crisis peruana dejó de ser una problemática del presidente de turno para pasar a ser un desafío sistémico de consecuencias impredecibles y cada vez más preocupantes. En la previa del juicio, una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) mostró que el 80% de la población consideraba que, si Castillo era destituido, la mejor opción para el país era una nueva convocatoria a elecciones generales para definir nuevas autoridades. En total, cuatro de cada cinco personas optaron por la opción “que se vayan todos”. Ningún sector ostenta reconocimiento social. El mismo sondeo mostró que el 68% desaprueba su gestión y que el 77% considera que no terminará su mandato de cinco años. Por su parte, el 79% rechaza el trabajo del Congreso. El problema no es Castillo, es el sistema.
Con este contexto, el futuro peruano es sombrío, porque, hasta el momento, la crisis se canalizó a través de elecciones o sucesiones constitucionales, como cuando, tras la renuncia de Kuczynski, en 2018, su vicepresidente, Martín Vizcarra, volvió de Canadá de urgencia para tomar las riendas del país, pero nada garantiza que así vaya a ocurrir en el futuro. Cuando el propio Vizcarra tuvo que abandonar el Palacio de Pizarro producto de otro pedido de vacancia, asumió, en una controvertida interpretación de la constitución, el derechista Manuel Merino y, cuando este renunció, luego de ordenar una represión que se cobró la vida de dos jóvenes, el país estuvo sin una autoridad ejecutiva durante casi 24 horas hasta que el Congreso logró un consenso para designar como mandatario a Francisco Sagasti.
La incapacidad de la clase política para superar la crisis amenaza con crear las condiciones necesarias para el surgimiento de una fuerza autoritaria o antisistema, como ya las hay en diversos puntos del mundo. “Eso no se descarta, ya sea un golpe blando o duro”, reconoció Lynch en la conversación con este medio y recordó que, en la primera vuelta de las últimas elecciones, la ultraderecha, representada en la propia Fujimori y Rafael López Aliaga, llegó al 25,16% de los votos. “La extrema derecha es poderosa, actúa cada vez más desembozadamente y su programa es volver a los 90. Habla de orden y de un ajuste de la economía”, consideró.
El propio Castillo tiene perfil de outsider: un sindicalista rural que nunca había ocupado cargos públicos y llegó al poder por un partido chico que logró representar el cansancio con las fuerzas tradicionales, perpetuadoras del sistema neoliberal heredado de la dictadura de Alberto Fujimori.
El lunes, Castillo volvió a sobrevivir, pero no se sabe por cuánto tiempo ante los tirones que sufre desde la izquierda, que lo votó, y la derecha, que desde el comienzo buscó derrumbarlo. “La ultraderecha va a seguir tratando de vacarlo. No van a estar contentos hasta que se vaya, porque también les molesta que sea cholo (mestizo)”, consideró Lynch y agregó: “Hay un sector popular muy frustrado que va a empezar a movilizarse en pos de sus reivindicaciones”.