El Frente de Todos se impuso en las elecciones de 2019 con la promesa de reactivar la economía y “poner a la Argentina de pie”. La pésima gestión económica del gobierno de Mauricio Macri había puesto al país de rodillas, nada más y nada menos que ante el Fondo Monetario Internacional (FMI). Al cabo de cuatro años, Cambiemos dejaba el país sumido en una profunda recesión y con una deuda de 45.000 millones de dólares con el organismo.
El préstamo (el más alto otorgado a un país soberano en la historia del organismo de crédito) no se materializó en obras ni servicios para la población sino que se derrochó, en tiempo récord, para sostener el tipo de cambio y evitar que una depreciación más acentuada del peso sepultara las chances de Macri de conservar su cargo. La decisión de recurrir al FMI selló el destino de la alianza Cambiemos y facilitó, de la mano de Cristina Kirchner, el retorno del peronismo al poder.
Durante los cuatro años que gobernó Macri, la moneda nacional se devaluó un 550% frente al dólar. La actividad económica cayó estrepitosamente, la pobreza llegó al 42%, la inflación se disparó hasta superar el 50% anual y la deuda pública se duplicó. A pesar del descalabro económico, Macri obtuvo el 41% de los votos.
De modo que, para “poner al país de pie”, lo primero que tenía que hacer el nuevo gobierno de Alberto Fernández era sentar su posición con el FMI para lograr un acuerdo razonable que tuviera en cuenta la responsabilidad de todas las partes y no comprometiera la capacidad del país de recomponer su economía.
Sin embargo, al cabo de dos años, el Frente de Todos no logró resolver ninguno de los problemas que heredó del gobierno anterior y está enredado en una sucesión permanente de conflictos internos que imposibilitan cualquier tipo de avance.
La exigencia de negociar los términos de un nuevo acuerdo con el FMI obliga al Gobierno a definir objetivos y metas claras de desempeño y a esbozar un plan económico que permita ordenar la gestión y empezar a reconstruir la confianza perdida.
En general, los gobiernos evitan hablar de “metas” porque rara vez logran cumplirlas. El problema es que sin metas no hay estrategia y sin estrategia es casi imposible lograr resultados favorables.
En una entrevista televisiva a principios de 2019 le preguntaron al entonces presidente Macri qué cambiaría si pudiera volver atrás. Sin meditarlo mucho, Macri respondió: “No comprometernos a metas de inflación tan ambiciosas que generaron unas expectativas que no pudimos cumplir”. Hablar de “pobreza cero” era mucho más redituable desde el punto de vista de la comunicación que asumir compromisos concretos para desarrollar al país y lograr una distribución más equitativa de la riqueza.
Eludir hablar de “metas” para no generar expectativas puede ser contraproducente. En primer lugar, porque los gobiernos tienen la obligación de ser transparentes de cara a la ciudadanía acerca de cuál es el plan de abordaje de la realidad que desean transformar. En segundo lugar, porque saber cuáles son los objetivos y la estrategia para alcanzarlos permite a todos los actores económicos contar con un marco mínimo de previsibilidad para organizar sus actividades comerciales.
Desde que asumió la Presidencia, Fernández nunca ofreció precisiones sobre cómo pensaba “poner a la Argentina de pie”. El argumento utilizado era que no se podía diseñar un plan económico sin antes negociar un nuevo plan de pago de la deuda con el FMI.
Cualquier pacto con el FMI condicionará, inevitablemente, la política económica. Desde el interior del oficialismo objetan la lentitud del ministro de Economía para negociar y señalan al menos dos errores estratégicos.
El primero es no haber cuestionado desde el comienzo la legalidad del empréstito otorgado. Claudio Lozano, director del Banco Nación, ha sido uno de los funcionarios más críticos en ese sentido, alegando que la deuda es nula desde el punto de vista legal por incumplir con el propio estatuto del FMI e inconstitucional por no contar con la aprobación del parlamento.
El kirchnerismo comparte con los partidos de izquierda este argumento que considera que la deuda es, lisa y llanamente, “la mayor estafa de la deuda pública argentina”. Según este criterio, lo primero que debería haber hecho el Gobierno es demostrar la nulidad del acuerdo en la justicia para tener más herramientas en la negociación.
El segundo argumento va en el mismo sentido y tiene que ver con la responsabilidad política que le cabe al gobierno anterior. O sea, el Gobierno está aceptando condicionar su política económica por un préstamo ilegal que utilizó la gestión de Macri para beneficiar a un puñado de grupos económicos en detrimento del pueblo. El propio FMI reconoció en un documento publicado en diciembre de 2021 que Cambiemos debió imponer controles de capitales para evitar la fuga de los 45 mil millones de dólares. ¿Y?
Finalmente, el presidente Alberto Fernández cometió la impericia de anunciar con bombos y platillos el cierre de un acuerdo con el FMI cuando aún tiene que ser aprobado por el Congreso.
Quizás el único aspecto positivo de este arduo y tortuoso proceso sea obligar al Gobierno a definir, de cara a la sociedad, cuales son sus objetivos económicos y políticos y de que manera planea alcanzarlos. Hasta ahora, no ha sido claro.