La coincidencia temporal entre la espectacular –pero no por eso menos sufrida– resurrección política de Luiz Inácio Lula da Silva y los movimientos más recientes de Cristina Fernández de Kirchner, propios – tentativamente– de una candidata presidencial, invitan a renovar la reflexión respecto de qué hizo posible el regreso con gloria del brasileño y si esa experiencia es replicable en nuestro país. Más todavía cuando un tribunal de primera instancia se dispone a dictar sentencia el próximo martes en la causa "Vialidad", generando otro paralelo: la sombra común a ambos líderes de una condena por corrupción en momentos en que se aprestan a dar batalla en el plano electoral.
Varios rasgos resultan equiparables entre el proceso político-judicial que comenzó en el país vecino en 2014 con la causa Lava Jato –"lavadero de autos"– y lo que ha acontecido en los últimos años con la expresidenta. Otros resultan divergentes, lo que hace propicio indagar en los entresijos del caso brasileño para encontrar claves de nuestro futuro.
Para empezar, claro, resulta común la sombra de la corrupción, que se ha cernido largamente sobre dos procesos políticos progresistas en ambos países. Dicha sombra fue producto tanto de indicios concretos como de una prédica incesante de sectores de la judicatura y de la prensa, compatible con grietas ideológicas de larga data. Esas denuncias sensibilizaron a sectores amplios de las dos sociedades, muy especialmente los enrolados ideológicamente en el antipetismo y el antiperonismo.
Asimismo, el examen de lo denunciado deja la sensación de que efectivamente hubo en ambos países esquemas de corrupción que siguieron los patrones de una larga data y sistémica, pero que se resignificaron en base a las peculiaridades de dichos ciclos políticos.
¿Lula y Cristina han tenido responsabilidades políticas porque esos casos se produjeron bajo sus narices? Probablemente, pero ese tipo de responsabilidad no es materia de los tribunales. La sensación de que varias veces se ha invertido en los dos países la carga de la prueba y la repetición de ese patrón en otros de la región, mayormente contra gobiernos de vocación progresista, ha dado verosimilitud a las denuncias de lawfare.
El juego de las diferencias
Los sesgos ideológicos de derecha comunes a bolsones de los poderes judiciales de Brasil y Argentina es otro aspecto común. Sin embargo, en aquel país la Lava Jato se convirtió en una marca y se entregó a una tarea de que excedió el "hacer justicia" y que apuntó a modificar el sistema político, cosa que en la Argentina no se ve, al menos no de modo explícito. Los códigos de procedimientos en el vecino también permitieron una tramitación mucho más veloz de las causas, al revés de lo que ha ocurrido en nuestro país.
Así, varias de las causas contra CFK datan de su segundo mandato y ya salieron largamente de la primera infancia. En contraste, la Lava Jato comenzó en marzo de 2014 y en julio de 2017 Lula fue condenado a más de 9 años de prisión por la controvertida causa del tríplex en Guarujá. En abril de 2018 fue efectivamente preso.
Dicho proceso tuvo un hito intermedio –de otro tipo– en agosto de 2016: la destitución de Dilma Rousseff en un juicio político viciado. Esa conspiración fue el corolario de una ola de manifestaciones sociales motivadas por la indignación que generaban las revelaciones en forma de folletín que el exjuez Sergio Moro hacía de sus hallazgos sobre la corrupción en Petrobras.
Ese esquema quedó ampliamente probado, al punto que la petrolera reconoció faltantes enormes en sus balances –las coimas que pagó– y varios arrepentidos devolvieron abultadas sumas al fisco. La culpabilidad de Lula, no.
Este permaneció en la cárcel por 580 días. Eso hizo que en 2018 no pudiera probar en las urnas el favoritismo que le daban las encuestas, ya que fue apartado de la carrera por tener entonces su condena ratificada en segunda instancia, tal como lo disponía la ley de "ficha limpia", surgida de una iniciativa popular pero que él mismo apoyó y promulgó en 2010, poco antes de salir del poder, como sobreactuación tras haberse visto acorralado por el escándalos anteriores como el mensalão.
Lo demás es conocido: Jair Bolsonaro supo encarnar el "anticomunismo" y el rechazo a la corrupción, ganó los comicios, Moro se convirtió en su ministro de Justicia, ambos terminaron peleados porque resultó que el presidente no era un paladín de la transparencia y este año se reconciliaron para tratar de cerrarle el paso a Lula. Impresentable.
Tras salir de prisión, el Supremo Tribunal Federal (STF) "descubrió" en marzo de 2021 que Moro se había pasado varios semáforos procesales en rojo y anuló todas las sentencias contra Lula. Lo mismo –la violación del derecho de defensa– determinó este año, justo antes de la campaña electoral, el Comité de Derechos Humanos de la ONU.
Como se había sostenido largamente, el exmagistrado de Curitiba –Paraná– no era ni siquiera el juez natural de la causa de Guarujá –San Pablo– y se había apropiado de ella por haberla vinculado al petrolão, que investigaba en exclusividad. Para eso, necesitaba probar una coima de una constructora a Lula y vincular ese pago con algún contrato con Petrobras. El soborno, conjeturó, era el departamento en la playa; la decisión administrativa jamás apareció, pero el creativo Moro habló en su fallo de un "acto de oficio indeterminado", esto es supuesto por él.
¿Por qué tardó tanto el Supremo? Básicamente porque Moro fue hábil para la movilización de la opinión pública, lo que llevó a un tribunal a la vez jurídico y político a avalar excesos que nunca debería haber tolerado. Pasada la ola de indignación lavajatista, puso las cosas en otro cauce.
Asimismo, el STF estaba compuesto en buena medida por magistrados nombrados en tiempos en que gobernó el PT. Ese giro del alto tribunal reactivó sospechas de colusión con Lula que existían desde el inicio de las causas y que persisten aún hoy.
Sin embargo, la anulación de las condenas solo llegó por vicios procesales. Lula quedó ante la opinión pública así en un lugar extraño, el de un hombre que no es culpable, pero que tampoco es necesariamente inocente. Acaso eso explique que Bolsonaro haya explotado el recelo de casi medio Brasil y haya quedado tan cerca de él en la segunda vuelta del 30 de octubre.
¿Qué decir de CFK, a todo esto? El análisis no pretende ser judicial ni ingresar en el opinable terreno de la inocencia o la culpabilidad, sino centrarse en resortes políticos comparables.
Por lo pronto, los plazos del Poder Judicial argentino parecen eternos y más destinados a mantener en un limbo a las personas acusadas de corrupción que a determinar inocencias y culpabilidades. En ese contexto, no habrá cárcel para CFK hasta que haya una condena firme, lo que no se sabe cuándo podría ocurrir. Asimismo, tampoco habrá proscripción porque no hay "ficha limpia" y, en todo caso, ese veto se buscará por vía de la cancelación social.
Además, Cristina Kirchner no tiene en la Corte los resortes que Lula sí conservó, algo que se observa en la guerra en curso.
A propósito: ¿dónde termina esa reyerta? CFK ignora desde el Senado que preside un fallo de los supremos que indicó que le corresponde a Luis Juez y no a Martín Doñate ser designado en el Consejo de la Magistratura. Impedida de negociar un modus vivendi, la vice desconoce a la Corte como árbitro de última instancia, pero tampoco cuenta con los recursos para darle al conflicto de poderes un corte revolucionario, capaz de poner al aparato judicial en comisión. Ese enfrentamiento mantiene de rehén al sistema político, tal como se observó el jueves en el escándalo que estalló en la Cámara de Diputados por la conformación del Consejo.
Lula y Cristina, Cristina y Lula. ¿Qué le deparará el futuro a ella mientras su amigo vuelve a gobernar Brasil? Entre ambos casos hay parecidos y diferencias.
El diablo como Dios viven en los detalles.