Dentro de una semana, Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro protagonizarán el duelo de los duelos de la grieta internacional. El mes que viene, el Partido Demócrata de Joe Biden enfrentará al Republicano, que Donald Trump mantiene en un puño, en elecciones de mitad de mandato que pondrán en marcha la campaña polarizada hacia 2024. La posfascista Giorgia Meloni juró el sábado como primera ministra y probablemente esté inaugurando en Italia un nuevo capítulo de ese fenómeno. En Argentina, Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri tal vez ya no tengan la fuerza para protagonizar el próximo ciclo electoral en primera persona, pero aún marcan el paso en sus respectivos espacios. Todo está como se lo conoce… ¿o no? Ensimismado en una crisis a esta altura imposible de emparchar, nuestro país es una suerte de "gran colisionador de partículas", un experimento que pone en marcha una versión 2.0 de la grieta en la que esta no desaparece, pero le da una geometría novedosa al sistema público.
La prueba de que un cierto modelo se agota no aparece de golpe y, en realidad, lo que ocurre en otros lugares puede entregar indicios de ello. Si algún elemento de la política internacional mira la ombliguista dirigencia argentina es la elección brasileña; el cristinismo, para encontrar en ella un fetiche que alimente el eslogan "Cristina 2023" y el antiperonismo, para justificar su perceptible voluntad de abrazarse a una derecha extrema.
Una cierta narrativa ha dado cuenta, en los últimos años, de la condición de Lula como el político más popular de Brasil, que no logró un tercer mandato en 2018 por la acción proscriptiva que un sector de la judicatura lanzó sobre él. Finalmente rehabilitado, entusiasmó a sus simpatizantes –también en la Argentina– con ventajas que en buena parte de la campaña temprana oscilaban entre los 15 y los 20 puntos porcentuales sobre Bolsonaro. La primera vuelta contradijo todas las encuestas y redujo la brecha a solo cinco, a la vez que despejó la fantasía del triunfo inmediato. La campaña para el ballotage trae otra novedad: si Lula mantiene un leve favoritismo es por lo cerca que quedó de la mitad más uno de los votos el domingo 2, pero su campaña entró en crisis al constatar que quien suma voluntades es Bolsonaro, lo que ya lo ubica en empate técnico.
Pensando en Brasil, pero también en Argentina, un primer problema de la grieta en versión 1.0 es que tiene una historia y que sus protagonistas arrastran mochilas pesadas: denuncias de corrupción y gestiones sin piedad con los débiles, respectivamente. Eso agrieta la grieta.
Por supuesto que hay parches. Lula niega sus responsabilidades y hasta dice haber sido declarado inocente, lo que no es cierto ya que zafó de sus causas por la formalidad de los abusos procesales. En tanto, Bolsonaro puso en marcha, en los últimos meses, el llamado "paquete de las bondades", versión brasileña del "plan platita", cifrado por el diario Valor Econômico en 12.500 millones de dólares. Sin embargo, la historia es presente continuo y el presidente-candidato tuvo que desmentir a su ministro de Economía, el ultraliberal Paulo Guedes, y afirmar que el Congreso seguramente bloquearía la iniciativa del.funcionario de desenganchar las jubilaciones y el salario mínimo de la inflación.
Medio Brasil odia a Lula y otra mitad, a Bolsonaro. Lo interesante, en el caso del primero, es que ninguno de sus haters le reprocha haber gobernado contra la calidad de vida material. Lo impugna, en realidad, por cuestiones vinculadas a los valores –desde su laissez-faire con la corrupción hasta su progresismo–. ¿Será eso, antes que las parcialidades que denuncia Bolsonaro, lo que les hace difícil a las encuestadoras medir bien el voto de la derecha dura? Esto ha ocurrido en todos lados, desde el Reino Unido del brexit hasta los Estados Unidos de Trump en 2016, pasando, claro, por el bolsonarismo reciente. ¿Será que quienes hacen encuestas siguen aferrados al patrón absoluto del "primer metro cuadrado" y relegan, en sus modelos, factores de malestar vinculados a lo axiológico?
Bolsonaro rescató los fragmentos del Brasil conservador que parecía extinto desde el final de la dictadura, en 1985, y los amalgamó con la ayuda de un discurso disruptivo –apto para ese fin– y un uso eficaz de las redes sociales, que convierten en factor político lo que hasta hace poco eran excentricidades dispersas. Demostró que su país no estaba solo agrietado entre izquierda –el Partido de los Trabajadores (PT)– y liberalismo –el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB)–, sino que contenía un tercer factor, el conservador, la derecha dura cruzada con el movimiento evangélico. ¿Inauguró la fase 2.0 de la grieta, que mantuvo su lógica pero cambió de geometría al engullir al Brasil liberal?
Aunque el "primer metro cuadrado" siga mandando, probablemente haya que asumir que los valores tienen relevancia y forman parte de esa realidad inmediata que las encuestas se esfuerzan por medir. Esto puede ser una lección para la Argentina.
Lawfare aparte, el kirchnerismo arrastra un enorme historial de denuncias de corrupción, las que pronto podrían encontrar una primera condena en la causa "Vialidad". La historia le dio una segunda oportunidad en 2019, diluido en el Frente de Todos, pero la gestión resultó fatal y queda entonces sin anclas –no a nivel de mayorías, al menos– tanto en los valores como en su narrativa de defensa de la calidad de vida.
El oficialismo se ha comprado una incertidumbre y una cuasicerteza. La primera es cómo resolver la “paradoja del panperonismo": ¿mantener la actividad en alza –su único activo en este lío– o sacrificarla para contener las llamas de la inflación? La segunda es que probablemente no haya un proyecto nacional competitivo el año próximo, lo que explica que se vaya recluyendo cada vez más en lo local, desde los desdoblamientos electorales que se irán anunciando hasta el regreso de ministros a sus pagos chicos –Juan Zabaleta, Juan Manzur y, se espera, Jorge Ferraresi y Gabriel Katopodis–. Según contó José Maldonado en Letra P, esa tensión se recrea con furia en una mamushka interior, la de la estrategia electoral en el supuesto –ojo: supuesto– bastión de la provincia de Buenos Aires.
Alberto Fernández hace varias cosas a la vez: filtra su deseo de ser reelecto, lo funda en la capacidad que se atribuye de seguir siendo prenda de unidad de una alianza imposible y lo valida en el tercio del electorado que sigue imaginando propio de esta. “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio", ¿verdad? Probablemente pronto entienda que sus reflejos de autodefensa, a veces torpes, solo le servirán para que, algún día, la historia repare en las adversidades que le tocó enfrentar y lo trate con indulgencia.
Lo que el Presidente no responde es cómo haría para que, en un eventual ballotage, lo respalde el 70 y pico por ciento que deplora su gestión.
Mientras, Cristina calla ante el pequeño clamor que se genera a su alrededor, Sergio Massa amaga ya públicamente con sacarle el cuerpo a la pelea del año próximo y Kicillof resiste la idea de algunos intendentes de exiliarlo de la provincia otorgándole un destino presidencial inviable. Tantos remilgos expresan el pesimismo reinante.

Fuente: Zuban, Córdoba y Asociados.
En la nueva geometría de la grieta 2.0 ya nada es como era porque ha nacido una colectora, no por el centro, como tanto se ha especulado, sino por extrema derecha, un tercer actor que debilita a Juntos por el Cambio de cara a la primera vuelta, pero que podría fortalecerla en la segunda. Si enfrente quedara el peronismo, ¿qué otro destino podrían tener los votos de Javier Milei. Si enfrente quedara este, ¿qué otro destino podría tener una fracción de votos centristas, no militantes, del Frente de Todos?
Si las encuestas que preguntan por espacios arrojan hoy que entre JxC y los libertarios juntan intenciones de voto del orden del 60% o más, será que la Argentina ha virado a la derecha. ¿Sorprende pensar que hay, también aquí, un factor conservador, de corteza bien dura, mayor que el imaginado?