“La elección de la primera mujer como primera ministra en un país siempre representa una ruptura con el pasado y es ciertamente algo bueno”. La frase es de Hillary Clinton, se refiere al ascenso de la italiana Giorgia Meloni y deja planteada la pregunta acerca de si el solo hecho de que una mujer acceda a un lugar de poder es una buena noticia, aunque se trate de una fascista. La respuesta parece obvia pero también debatible. La discusión sobre las acciones afirmativas, imprescindibles para achicar la brecha de género, pone el acento sobre la necesidad de representación en los espacios de decisión de más de la mitad de la población (mundial y local), pero nada dice acerca del origen socioeconómico ni de la posición política de aquellas que, efectivamente, logran llegar. Las normativas no incluyen la interseccionalidad y las demandas de más mujeres no siempre dejan en claro que no es lo mismo ocupar un lugar por razones biológicas que ocuparlo por pertenecer a una mayoría discriminada y con perspectiva de derechos humanos.
En su newsletter de La Izquierda Diario, la periodista Celeste Murillo cita a la investigadora inglesa Sara Farris. La académica describe el fenómeno que incluye a dirigentes alla Meloni como “feminacionalismo” o “femonacionalismo”, un término que describe una estrategia electoral mediante el que las derechas nacionalistas “usan” algunos postulados del feminismo para cubrir su racismo y su xenofobia. El término “gender-washing” también lo explica: es la idea de que el hecho de que las mujeres ocupen espacios de decisión es bueno en sí mismo.
Meloni no se acerca ni remotamente al feminismo, aunque contó cómo tuvo que retirarse de la carrera por la alcaldía de Roma cuando quedó embarazada y se convirtió en madre soltera y habló de los ataques que recibe en redes sociales por ser mujer, pero reivindica su condición de género: se define como mujer, madre y cristiana. Es esa condición de género la que permite que feministas liberales como Clinton aplaudan su llegada al poder.
Para la doctora en Ciencias Sociales y coordinadora del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA, Lectura Mundi), de la Universidad de San Martín (Unsam) Micaela Cuesta, “la presencia pública de mujeres en la escena política no es un fenómeno tan novedoso si atendemos a figuras del último siglo como Margaret Thatcher o aquellas menos espectaculares como las que muestra la serie Mrs. America, donde se retrata la reacción de amas de casas conservadora ante el intento de reforma de la segunda enmienda norteamericana”.
“Quizás la novedad del fenómeno”, sostiene Cuesta, “está en su dimensión cuantitativa y en su inscripción coyuntural”. La investigadora plantea reflexionar sobre la necesidad y los límites de iniciativas como la “ley de cupos” que, “imprescindibles para avanzar en políticas de reconocimiento, no se traducen por sí mismas en avances sustantivos en términos emancipatorios o deconstructivos”.
La feminización de la derecha
De hecho, se visibiliza en Europa, por ejemplo, un cambio de imagen de los partidos de extrema derecha, del que Meloni es solo un ejemplo. La feminización tiene representantes como Frauke Petry o Alice Weidel –una dirigente que se reconoce lesbiana– de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AFD) o la francesa Marine Le Pen de Agrupamiento Nacional, que lavó las características más fascistas del partido que lideraba su padre Jean-Marie, trató de atenuar la postura antiabortista e intentó alejarse de la mirada más tradicional sobre “lo femenino”. También se puede citar a la alcaldesa de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, representante del conservador Partido Popular y presidenta de la Comunidad de Madrid.
En algunos casos, los partidos de derecha y ultraderecha deciden ubicar a mujeres en espacios de liderazgo porque suponen que esa jugada transmite una sensación de mayor moderación y, claramente, para atraer al electorado femenino. El caso de las personas de la comunidad LGTTTBQI+ es parecido: además de la alemana Weidel, el partido de Le Pen albergaba hasta hace poco tiempo como número dos a Florian Philippot, un hombre abiertamente gay, o el británico Milo Yiannopoulos, uno de los referentes de la Alt-Right (derecha alternativa), seguidor del ultraderechista Steve Bannon. Ellos argumentan que no politizan su sexualidad y de paso suman electorado gay. Lo que abroquela a la dirigencia de derecha, más allá de los géneros, es el nacionalismo.
Acá también hay
La Argentina no está fuera del mapa de los cambios globales. De hecho, el discurso y la actitud de Patricia Bullrich se acerca bastante a las mujeres de la derecha europea. La presidenta del PRO, que en 2018 se había pronunciado a favor de la legalización del aborto, en 2020 evitó hablar públicamente del tema con la mira puesta en su candidatura presidencial. Lideresa de halcones, Bullrich no abandona las cuestiones de género. De hecho, hace diez días cruzó a la portavoz presidencial Gabriela Cerruti –quien había respondido a las críticas a su vestuario desde una mirada feminista- con una carta pública en la que afirmó: “Quejarse por las críticas que recibe sobre su vestuario es minimizar la lucha de miles de mujeres que hasta dan su vida por la igualdad de género”.
La ministra de Educación porteña, Soledad Acuña, también es un ejemplo. Desde el riñón larretista y con posiciones abiertas en relación a la ampliación de los derechos de las mujeres en general, la defensora de la prohibición del lenguaje inclusivo en las escuelas y principal vocera contra las tomas en los colegios secundarios construye su candidatura porteña en modo endurecido.
La apropiación de las narrativas feministas y progresistas por parte de sectores conservadores es una marca de los tiempos. Para Cuesta, muchas veces, “esta presencia de mujeres y/o minorías en lugares de jerarquía y mando, le otorgan una pátina igualitaria y multicultural a las formas más tradicionales de dominación, propietarismo y poder”.
No se trata entonces solamente de “romper el techo de cristal”, sino de hacerlo transformando en ese gesto las múltiples y heterogéneas formas de dominación y violencia, explica la investigadora. “A la ‘igualdad de oportunidades para la dominación’, de claro sesgo individualizante, proclamada por ese especie de mal feminismo corporativo liberal, habría que oponerle la idea de ‘igualdad de derechos para la emancipación’ social y política de un movimiento nacional y popular”, concluye.