Dinámica siempre fue (y es) una de las características principales que adjetivan a la política en general y, en este caso, a la Argentina en particular. La labilidad en el vínculo elector-partido-candidato, bipolaridad en palabras de Manuel Mora y Araujo, y el debilitamiento, inestabilidad y fragmentación de los lazos al interior de las coaliciones, con su consecuente, y también causa, personalización, se combinan y le inyectan a la política una velocidad ultrasónica. ¿Qué hay debajo de esas ondas hiperelásticas? Una lucha desnuda por el poder.
Este oficialismo tuvo sólo un trimestre de calma, luego reinó el caos, lo que concluyó en una derrota estruendosa en las PASO. Esa instancia le facilitará a la oposición reordenarse, y más aún, luego de los episodios de una semana traumática para el peronismo como para todo el país. La zanahoria se estaba rayando después del domingo, ahora ya está en fase de condimentación.
El poder pasó rápidamente de pelearse en clave emocional-electoral a disputarse en clave racional-política: de intentar conectar con la opinión pública para alcanzar el máximo de votantes, a discutir descarnadamente hacia adentro para aumentar o conservar espacios. En términos de percepción, y en un contexto dramático desde donde se lo mire, esta situación de desnudez sobreexpuso como nunca antes a la política en su aspecto más intrínseco, la lucha descarnada por el poder, lo que repercute en varios planos:
- Daños al peronismo en su conjunto: insensibilidad, lo que golpea su identidad.
- Daños al kirchnerismo en particular: voracidad – irresponsabilidad, ratificando prejuicios.
- Daños a la política como un todo: desapego, lo que aumenta la idea de casta.
La crisis se intenta clausurar con un nuevo gabinete que buscar, más que perfeccionar una gestión hasta aquí deficiente, establecer un nuevo equilibrio en la coalición de gobierno. A la desnudez, exhibición. Hay algo en esa lógica hermética que no deja posibilidad de interpretar el afuera. Después de la derrota se debería salir con decisiones audaces y frescas que al menos demuestren pretensiones de mejor política, y no con afán de autoconservación y refrito que sólo aumentan el hastío.
En conclusión, esa dinámica que volvía a la política frenética, de a ratos incoherente, de a ratos adaptativa y flexible, hoy está virando a un cuadro esquizofrénico, distanciándola a pasos agigantados de la ciudadanía, lo que la enfrasca y a la vez, deteriora. Ante este cuadro, por un lado, cobran fuerza la indignación y la complejidad, dos conceptos malditos que florecen a boca de jarro, y por el otro, al no haber gestos reales ni acciones concretas que la ubiquen y la muestren en una faceta realmente transformadora como suelen declarar el 99,9% de los dirigentes (consenso, política como herramienta de transformación, diálogo, y todas esas cosas que no se hacen), la política parece no advertir su construcción diaria y sistemática de alejamiento.