El parafraseo de la mítica canción de Los Redondos no es ingenuo. Apela a pensar la inflación por fuera de la caja exclusiva de herramientas de los economistas para llevarla al más complejo mundo de la política, entendida como la búsqueda permanente de soluciones estables en la interacción público-privada. Desde allí es donde debe pensarse y proyectarse la salida al problema.
La premisa es que todos los países que la vencieron alcanzaron y sostuvieron, como requisito ineludible, acuerdos políticos y sociales más o menos explícitos y/o institucionalizados que llevaron certezas y otorgaron credibilidad a las políticas desinflacionarias. En ningún caso hay registro de salidas exitosas creadas en soledad por funcionarios iluminados. Tampoco recetas mágicas que la pulverizaron de la noche a la mañana. Sí decisión política de los oficialismos para negociar y sostener los acuerdos. Tiempo, la clave para lidiar con estos fenómenos y consenso político, el canal necesario. La razón es simple: en las transiciones hacia inflaciones más bajas, siempre habrá costos sociales por compensar.
Los instrumentos ofrecidos por la economía son típicamente estándar y muy conocidos, aquí y en el mundo, aunque las características en cada caso sean particulares. Nuestra inflación no es la misma que la enfrentada por el siempre citado modelo israelí o el propio ejemplo argentino, ambos a mediados de los años ochenta. La respuesta ante un 45% de inflación esperada para 2021 no debería ser idéntica a la de aquellos tiempos, donde se estaba frente al 400 ó 500% anual. Por entonces fueron necesarios programas de shock que, entre otras opciones, congelaron precios básicos y salarios y/o devaluaron para después fijar el precio del dólar y anclar las expectativas.
Esta inflación no pide tanto; una parte del camino ya ha sido transitado. La contracción real de los ingresos, en pesos y en dólares, ya ocurre, sin pausa, desde 2018. Con un pacto que logre que los salarios ajusten a la inflación futura sería suficiente. El tipo de cambio real, dentro de un programa consistente, está en niveles razonablemente competitivos. No sería entonces imperiosa una devaluación violenta antes de encarar la desinflación con cierta estabilidad nominal del dólar. Una política antiinflacionaria de shock sería muy nociva para la actividad económica.
Pero la persistencia de los dos dígitos anuales desde 2010 con tendencia a acelerar, más allá de algunos períodos puntuales, sí exige acciones concretas en el frente fiscal y monetario, hoy el desafío central dadas las enormes limitaciones para emitir pesos. Detrás del déficit público hay intereses sectoriales concretos que deben ser coordinados desde y por la política con negociaciones y acuerdos. En los 15 puntos del PIB que aumentó el gasto primario en los últimos quince años subyacen demandas de todo tipo: movimientos sociales, jubilados, exceptuados de impuestos (como la justicia), subsidios a distintas actividades productivas.
Un dilema muy complejo de resolver si el gobierno decidiera encarar un programa serio de estabilización es el del apoyo externo. Toda experiencia exitosa de control de la inflación ha contado con créditos externos para fortalecer las reservas del Banco Central. Es el único reaseguro para estabilizar el tipo de cambio, mejorar de a poco los ingresos reales y suavizar los costos sociales mientras se desacelera la inflación. Esa posibilidad aparece muy lejana en el horizonte actual, sin haber resuelto aún la reprogramación de pagos con el FMI y con fuertes dudas en los mercados financieros respecto del cumplimiento con la deuda reestructurada el año pasado. Solo así podrá bajar la brecha entre el dólar oficial y los financieros, que es la clave para descomprimir las expectativas de devaluación.
Una vez más, los consensos políticos están obligados a encontrar una salida a ese laberinto, poniendo la creatividad en juego de modo de hacer salir los dólares atesorados por los argentinos de las cajas de seguridad y del colchón, unos U$S 180 mil millones según el INDEC. Toda una ingeniería institucional, normativa y financiera que, de nuevo, exige pensar por fuera de la caja y que aseguraría la disponibilidad de dólares para una estabilización exitosa.
¿Hay condiciones objetivas desde la política para una “cruzada antiinflacionaria” seria? ¿Se percibirán los riesgos de esta inflación, alta sí, pero lejos de una híper como la que enfrentaban Israel, la Argentina y otros en los ochenta? La política parece ordenarse sólo cuando olfatea el abismo, no antes.