El presidente Alberto Fernández ejercita en estos días una paciencia infinita: con el ministro de Economía, Martín Guzmán, quien había recibido el visto bueno del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, para deshacerse de Federico Basualdo, el subsecretario de Estado más poderoso del mundo, pero que eligió el método de la filtración para precipitar los hechos, algo que del otro lado aún no le perdonan; con el propio sociólogo atrincherado en lógica de jefatura política, pero de nula disciplina funcional, y con el ala cristinista del Frente de Todos, que no deja de disparar cañonazos contra la política económica a través de los medios, erosionando al ministro y su propia autoridad como jefe de Estado. Ese es el costo inevitable que debe asumir un peronismo que suturó sus heridas políticas para vencer a Mauricio Macri en 2019, pero que jamás terminó de curar las programáticas.
La bronca todavía se hace corrillo en los pasillos de la Casa Rosada cuando alguien recuerda las declaraciones del lunes del gobernador bonaerense, Axel Kicillof, y de su ministro de Desarrollo de la Comunidad, Andrés Larroque.
El primero salió en defensa de Basualdo, a quien reivindicó como "un excelente funcionario", a la vez que se permitió opinar que la discusión sobre los aumentos de tarifas "ya está saldada" en los términos fijados por el subsecretario de Energía Eléctrica, que no son los de Guzmán. Si el mandatario provincial sumó a la expectativa de déficit fiscal por el lado de los subsidios, el camporista cerró la pinza por el lado del gasto al afirmar que "es indispensable que continúe una política como el Ingreso Familiar de Emergencia" (IFE) para "establecer un piso de dignidad y terminar, por lo menos, con la indigencia". Con esas actitudes, el cristinismo obliga al Presidente a respaldar a Guzmán, desautoriza públicamente las políticas del Gobierno y lima la propia autoridad de Fernández, rezongan cerca de este.
Las cosas se complican para el jefe de Estado si lo tironean desde ese modo desde adentro. Hay que tener en cuenta el momento delicado que atraviesa un gobierno que no logra ajustar el pulso de la calle a su idea de cómo se debe manejar la pandemia, que no ha podido poner en caja la rebelión de la Ciudad de Buenos Aires y que no pudo ni apurar a la Corte Suprema a fallar sobre la cuestión ni, al final, lograr la sentencia que esperaba. El mismo tribunal que, según reclama Cristina Kirchner, él debe poner en caja para resolver sus reyertas judiciales.
Paciencia es, entonces, la opción que le queda a un jefe de Estado no puede permitirse que la sangre llegue al río. Entiende que la disputa interna con la vicepresidenta es un hecho constante que va a cruzar toda su administración. Más aun, con las elecciones legislativas a la vista, en un contexto sanitario complejo y con un rebote económico que no termina de llegar a una base social demasiado golpeada, especialmente en los sectores de cuyo respaldo el oficialismo depende. Si se produjera una derrota, especialmente en la provincia de Buenos Aires, ¿cómo se gobernaría en los dos años siguientes?
Al constituir el Frente de Todos hace dos años, el peronismo resolvió en gran medida la diáspora política que había seguido a la conversión del kirchnerismo de su versión inicial nestorista al cristinismo, durante la cual perdió su aprecio por los equilibrios fiscales. No solo el propio presidente fue parte de ese desgajamiento, sino, también, Sergio Massa, otro miembro clave del directorio de la alianza, entre otros hombres y mujeres, quienes terminaron por volver al redil para derrotar al cuco liberal. Sin embargo, el armado nunca resolvió la disputa ideológica de fondo, la que explicó en su momento aquella división y que estalla en estos días con furia en las manos del primer mandatario y de su ministro de Economía.
A no ser que la crisis de convivencia se salga de control, algo que –pese a cualquier apariencia– no desean ni la vicepresidenta ni Fernández, las definiciones de fondo sobre la economía -en términos políticos, la pelea final por el modelo de país- quedarán para después de los comicios.
Al igual que el Presidente, Guzmán entiende que el Estado debe tener un rol activo y que es necesario imponer controles toda vez que haga falta, pero que la profundidad de la crisis nacional demanda una normalización macro que debe ser gradual para resultar social y políticamente sustentable. Como a Larroque, ellos también desean poner "un piso de dignidad", pero encuentran que eso resulta difícil cuando la Argentina del riesgo país de los 1.500 puntos básicos sigue teniendo vedado el acceso al mercado internacional de deuda y cuando la meta presupuestaria de déficit fiscal de 4,5% del PBI, ahora jaqueada, ya es difícil de defender en las discusiones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el principal acreedor del país.
El cristinismo le reprocha a Guzmán y a su par de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, no frenar la dinámica inflacionaria, la que –pronto lo confirmará el INDEC– entregó en abril otro número preocupante. Sin embargo, no deja de atizar la demanda de un mayor gasto, dinero que, según el titular del Palacio de Hacienda, a la corta o a la larga termina en manos de argentinos y argentinas con capacidad de ahorro y presiona sobre los dólares paralelos, echando nafta al fuego de las expectativas.
Como se dijo, el Presidente sostiene a un Guzmán que se fragilizó solo con los modos que eligió para deshacerse de un subsecretario que no dejaba de irritarlo al marcarle la cancha con declaraciones públicas. Sin embargo, las embestidas del ala izquierda de Todos llevan a preguntarse sobre las preferencias de Cristina Kirchner si, en algún momento, su silla quedara vacante.
Kicillof sigue siendo su principal referencia en la materia, pero aquel está empeñado en responsabilidades más grandes. Si bien la vice ha restablecido el diálogo con economistas market-friendly –el dato se hace rumor e ilusiona a muchos traders–, opciones más naturales para ella serían la de la secretaria de Comercio Interior, Paula Español, o la del kicillofista ministro de Producción, Ciencia e Innovación Tecnológica de la provincia de Buenos Aires, Augusto Costa.
¿Aceptaría, llegado el caso, el presidente Fernández semejante apuesta al supercontrol de la economía, una que no solo se vincula con la vieja diáspora política sino, también, con el agotamiento del modelo entre 2011 y 2015?
Su apuesta a dejar que pase el tiempo para enfriar esta crisis de identidad tiene mucho que ver con esas propuestas que no desea escuchar, pero podrían resultarles imposibles de rechazar.