La tentación es grande, la muerte suele embellecer a los personajes públicos puesto que resalta los afectos e invitar a cohibir los reproches. La unanimidad del respeto en la partida puede sesgar la lectura y hacer olvidar las rispideces del camino transitado por Miguel Lifschitz en el último tramo de su vida pública dónde la duda cubría sus pronósticos de futuro.
El mejor candidato del socialismo podía quedar tercero como le sucedió a la misma fuerza en 2017, con una similitud y dos enormes diferencias: la debacle del 2017 fue con el trasfondo de la polarización –aún vigente- pero con el socialismo gobernando la ciudad de Rosario y la provincia de Santa Fe. ¿Por qué le iba a ir mucho mejor ahora con mismo escenario pero con muchos menos recursos?
En realidad, la muerte del exgobernador sólo pone fecha en el calendario de algo que ya había sucedido: el fin del socialismo como identidad política determinante en Santa Fe. En 2015, el propio Lifschitz había validado su gobernación con sólo 32% de los votos; en 2017, el socialismo apenas tocó los 14 puntos en las legislativas dónde un ignoto Albor Cantard le sacó 23 puntos de diferencia al oficialismo local; y en 2019, Antonio Bonfatti, el otro “taquillero” del Frente Progresista, logró 38 puntos cuya valía se licuaron rápidamente cuando la fórmula presidencial encabezada por Roberto Lavagna, y apoyada explícitamente por el socialismo, apenas tocó los 9 puntos en la provincia.
La primera reflexión es que el socialismo santafesino pudo parar al “socialismo” pero no pudo armar “santafesismo”. Con el caso paradigmático de Neuquén al frente–dónde el MPN lleva varias décadas dominando la provincia- la experiencia política a partir del regreso de la democracia nos muestra que las identidades que arraigan en las provincias por fuera del peronismo/no peronismo lo han hecho a partir de una fuerte impronta local y una apreciable elasticidad política.
Ejemplos actuales de lo citado son el caso de Juntos Somos Rio Negro, comandado por el senador Alberto Wereltinek y el Frente de la Concordia Misionero, dónde la larga mano de Carlos Rovira ha sostenido un sistema político local impermeable a los avatares de la política nacional. No sucedió así con el socialismo y esto que podría ser un rescatable mérito en la abstracción de la acción política es un error profundo en la construcción de un proyecto de poder.
Y, más allá de las valoraciones éticas, tampoco puede soslayarse que durante el tiempo del socialismo la provincia profundizó la desigualdad del desarrollo entre el espacio tocado por el milagro de la soja y el norte cada vez más asimilado a realidades del NEA que de la pujanza del litoral. Los bolsones de marginalidad urbana en Rosario y Santa Fe capital también tienen un crecimiento mayor durante estas gobernaciones y ni hablar de la aceleración de un sistema de poder paraestatal de la mano del narcotráfico. El ciclo del socialismo se había agotado antes de la muerte de Lifschtiz por su incapacidad para resolver los problemas heredados y los que el propio Frente Progresista se había creado.
La segunda mirada, natural en un año electoral, es si habrá algún espacio favorecido, y aquí la tentación de una lectura lineal puede hacernos incurrir en errores de apreciación. Para el oficialismo, el mayor problema que encuentra el peronismo y el gobernador Omar Perotti es la limitación de su universo de votos posibles. ¿Alguien cree que el peronismo puede reeditar los 42 puntos de Perotti o los 41 de Alberto Fernandez del 2019?
Hoy, de Perotti para abajo, nadie cree eso posible y el minué de los candidatos esconde, en el fondo, que nadie quiere quedarse con esa brasa caliente y no llevarse lo único seguro (un senador y tres diputados). El desorden asordinado promete ser un problema más que sólo garantiza la intervención del esquema nacional del oficialismo como articulador final, lo que será bueno para algunos con llegada al palacio pero malo para el peronismo de cara al 2023, ya que no podrá utilizar estas elecciones para intentar un mínimo de ordenamiento para un oficialismo que, como ya sabemos, no tiene reelección.
Para la oposición, la ausencia de Lifschtiz en las boletas tendrá un golpe de efecto mayor en la rosca de Juntos por el Cambio ya que varios actores coqueteaban con diversas ideas que incluían al ex gobernador en sus opciones (desde el “frente de frentes” hasta el juego de ir/no ir) y ahora deberán verse las caras a 60 días del cierre de lista con la convicción de unas PASO muy competitivas pero también altamente determinantes para el camino al 2023.
La eventual presencia de la boleta del Frente/Socialismo en el cuarto oscuro no parece, a priori, impactar en el resultado final de las elecciones puesto que nadie puede fundar razonablemente la vigencia de “los tercios perfectos” a la luz de los datos de encuestas actuales y de la traspolación de los resultados de las últimas elecciones de medio término dónde la vieja boleta de papel impone mayor identidad a la oferta electoral que la nominalidad fotográfica de la boleta única.
En 2013, Hermes Binner capturó localmente la mayoría de la oposición al gobierno nacional en una elección dónde la oposición al kirchnerismo hizo tabla rasa en todos los grandes distritos. En orden inverso, en 2017, Cantard acompañó con su cómoda victoria el momento de apoyo en los “cinco grandes” que tuvo la gestión de Macri. El péndulo, las vacunas y la economía juegan, por ahora, en contra de Fernandez y Perotti.
La partida de Miguel Lifschitz no abre más espacio en términos electorales, pero quita una bolilla del bolillero de los que están llamados a conducir Santa Fe en 2023. Cómo sucede en política, y en la vida, algunos que lo lloran también se frotan las manos.