MIGUEL LIFSCHITZ

El hombre de los 365 pueblos

De una capacidad de gestión única a una visión estratégica de la política, el socialista era un ordenador en Santa Fe. Reconocimiento y respeto bien ganado.

Ya le quedaba poco por hacer. No tenía reelección, su Frente Progresista se iba del gobierno y la experiencia Lavagna le resultó fallida, pero encontró, tozudo y ferviente, otro desafío. Se propuso ser el primer gobernador de Santa Fe en recorrer las 365 localidades de la provincia. Desde una metrópoli como Rosario hasta una comuna como Colonia Ituzaingó, pueblo de 81 habitantes perdido en el mapa. Claro, lo consiguió.

 

Así de obstinado era Miguel Lifschitz. El exgobernador socialista tenía una capacidad de gestión única y una visión estratégica en la política de las que no abunda. Dejó la Casa Gris el 10 de diciembre de 2019 y al otro día ya planificaba su regreso y reanimaba, porfiado, una tercera vía nacional. Un incansable de la gestión y la política.

 

En tiempos de extremos, de fundamentalismo inconducente y liderazgos dubitativos, Lifschitz era un necesario. Un tipo de grandeza, volumen y amplitud para pensar a largo plazo, más allá del límite que imponen los mandatos. Un paciente, un hombre de rictus invariable y escucha militante. Porque Lifschitz juntaba las manos, metía pera contra el pecho, bajaba la vista y escuchaba en silencio.

 

A Lifschitz le costó valorarse dentro del socialismo. Binner marcó el pulso del partido en la defensa de la salud pública y la cultura. Más pragmático, Miguel le agregó a eso obra pública y producción. Ese rasgo le valió no ser el heredero en 2011. Masticó bronca, se enfadó y aprovechó el tiempo para hacer amistades con los senadores peronistas.

 

Cuando le tocó a él, cuando le ganó a Del Sel por unos irrisorios 1.496 votos, impuso su estela. Como la de Gieco, tocó con todos. Con los suyos y los de enfrente, oficialistas y opositores. Amalgamó la provincia y empezó a jugar para presidente con amplitud de orfebre. Se vio con Fernández, Schiaretti, Larreta, con todo el abanico de la política grande. No le dio, pero hasta el último día jugó su ficha.

 

Como buen obsesivo del laburo, era de delegue difícil. Desde responder un mensaje de Twitter hasta tomar una decisión de tercer nivel de gobierno, a Lifschitz le gustaba que las cosas pasaran por sus manos. Era el hombre de las tres agendas. La pública, la que conocían los periodistas. Otra, la que junaba su equipo chico, Facu, Horacio y un par más. Y una última, la que conocía solo él, a la que nadie tenía acceso.

 

Es insospechado el vacío que le deja a la política santafesina su partida. Porque Lifschitz, aún opositor y presidente de Diputados, era un ordenador de la provincia. Una amenaza permanente para sus adversarios y una garantía para propios y aliados. En política eso se llama respeto, respeto bien ganado.

 

No solo el socialismo pierde a un padre: Santa Fe pierde a un padre. Un conocedor de la provincia, sus recovecos y secretos. Un proyector de su futuro. El lamento es grande y la orfandad pega parejo. La ausencia de un siempre imprescindible desampara.

 

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