Millonarios varios, ceos de compañías de todos los rubros –en especial, mediáticas– y hasta futbolistas top se han declarado en rebeldía contra el Aporte Solidario Extraordinario de las Grandes Fortunas, conocido abusivamente como "impuesto a la riqueza", pero el mundo que dicen admirar, el del alto capitalismo estadounidense y europeo, los deja más que nunca al costado de la ruta.
El debate en torno a la solidaridad de los más ricos comenzó tempranamente en una América Latina que el año pasado se hundía en la crisis sanitaria y económica, pero la idea cayó por su propio peso en todo el mundo. Joe Biden se encargó luego de tomar la lanza en una ofensiva global por dotar de una mínima solidaridad a lo que –se espera– sea la salida de la pospandemia, después de un año largo de megarrecesión, desempleo en alza, caída de los ingresos y empinamiento de los niveles de pobreza en casi todos los países.
En su medida de hiperpotencia, el caso de los Estados Unidos no difiere de ese paradigma, ante el cual el presidente demócrata dejó de lado su vieja imagen de moderación cercana al conservadurismo y se abrazó a algunas de las propuestas más osadas del ala progresista de su partido. Si prosperara, esa ofensiva resultaría significativa por sus consecuencias prácticas, como efecto demostración para el resto del mundo y como vuelta de hoja a décadas de imposición en el sentido común de lo bueno que es beneficiar a los sectores con mayor capacidad de lucro e inversión.
Joe Biden, inesperado mal ejemplo para la derecha nacional, comenzó por plantear un paquete de estímulo económico –uno más– por 2,3 billones de dólares, al que siguió pronto otro por 1,8 billón. Para financiar en parte semejante esfuerzo, propuso incrementar la presión tributaria a los más ricos, algo que se espera que explicite en la noche de este miércoles ante el Congreso, cuando anuncie su Plan para las Familias Estadounidenses a solo 48 horas de cumplir cien días de mandato. El mismo prevé rebajas fiscales por 800.000 millones de dólares para las personas de ingresos bajos y medios y un billón de dólares para inversión en infraestructura, todo con la idea de fortalecer la recuperación de una economía aún débil.
Para eso, pretende avanzar sobre los estadounidenses que ganen más de 400 mil dólares anuales, volviendo a llevar al 39,6% la alícuota máxima del impuesto a las Ganancias desde su nivel actual del 37%, vigente desde los tiempos de George W. Bush. Solo eso, calculan los asesores económicos del jefe de la Casa Blanca, le permitiría al Tesoro hacerse con 230 mil millones de dólares, pero, además, propondrá limitar las deducciones de ese sector privilegiado, lo que aportaría 275 mil millones más.
El combo significaría para el 1% más rico de los estadounidenses que el año próximo se quede con ganancias 15% menores después de cumplir con el fisco.
Dentro del club de los estadounidenses beneficiados por el sentido común que comenzó a implantarse durante la "revolución conservadora" de los años 1980, merecen una mención especial los grandes jugadores del mercado financiero, privilegiados entre los privilegiados, que han encontrado durante décadas a banqueros de Wall Street defendiendo sus intereses y su visión del mundo en el Departamento del Tesoro y en la Reserva Federal. También hay para ellos: Biden pretende subir la alícuota del impuesto a las Ganancias de Capital del 20% actual al 40% para quienes registren ingresos superiores al millón de dólares anuales, que se elevaría al 43,4% si se considerara el impacto de una sobretasa federal.
Al revés de lo que parece de acuerdo con algunos ejemplos locales, existe espacio para la solidaridad: un grupo de "83 millonarios por la humanidad" pide desde hace tiempo que crezca la presión tributaria sobre los más acomodados en todo el mundo, mientras que inversores financieros de referencia, como Warren Buffett, se han quejado repetidamente de que el sistema tributario estadounidense los beneficia en mayor medida que a sus secretarios.
Biden debería encontrar una buena recepción a su plan en la Cámara de Representantes, dominada con comodidad por sus partidarios, pero las cosas podrían complicársele en un Senado más parejo en la relación de fuerzas. Además, el desafío también es internacional, porque elevar los impuestos de modo significativo podría generarle a Estados Unidos una pérdida de competitividad respecto de otras grandes economías que en las últimas décadas se han trabado en una verdadera guerra fiscal global para atraer inversiones. La política de mala vecindad que aplica hoy en ese sentido Uruguay con la Argentina, que ayuda a divas de la TV y a dueños de unicornios cada vez más prósperos a huir de la AFIP, es apenas un capítulo barrial de esa tendencia.
Ante eso, la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, decidió impulsar en el G-20 –el grupo que reúne a las economías clave del mundo, entre ellas la Argentina– una tasa global mínima del impuesto a las Ganancias que pagan las grandes corporaciones, de modo de ponerle un piso a esa competencia desleal. El Fondo Monetario Internacional (FMI), en alguna medida un apéndice de Washington, así como Alemania, Francia y otros países desarrollados ya dieron su apoyo a la idea.
¿Injusticia? ¿Los impuestos son un robo, como gritan todos los días los paleolibertarios de allá y de acá? No parece: mientras el mundo se hundía, entre marzo y diciembre del año pasado, los multimillonarios más grandes del mundo incrementaron su patrimonio en 3,9 billones de dólares y los dueños de las diez principales fortunas globales la aumentaron, de modo combinado, en 540 mil millones, de acuerdo con la ONG Oxfam, que recopiló datos de la revista especializada Forbes y del banco Credit Suisse. Mientras la enfermedad y la muerte se extendían, las colas para recibir ayuda alimentaria no se multiplicaron solamente en la Argentina de la pobreza del 42%, sino en todo el mundo, incluidos los Estados Unidos.
La idea está sobre la mesa, así como muchas resistencias. También están la pandemia y sus estragos. ¿Saldremos mejores?