La decisión de un juez del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil de concederle un habeas corpus a Luiz Inácio Lula da Silva y de anular, en principio, las causas que se habían tramitado y seguían ventilándose no libera en lo inmediato al expresidente de todos sus problemas legales, pero posa una enorme lupa sobre las irregularidades de los procesos y le restituye sus derechos políticos para las elecciones de octubre del año que viene. El caso trasciende fronteras y es sentido por dirigentes como Cristina Kirchner como posible inicio del reflujo de lo que denuncian como lawfare, esto es, el amaño de acusaciones de corrupción entre sectores del Poder Judicial, la dirigencia y los medios de comunicación para sacarlos de la vida política. ¿Se viene, tras el caso testigo brasileño, el “Cristina livre” o ambos procesos presentan diferencias considerables?
Primera diferencia: cuestión de señales
El juez del STF Edson Fachin, responsable de la cautelar, es un emblema de las fintas políticas de esa corte. Fue nominado por Dilma Rousseff en 2014, pero eso no lo privó de ser uno de los ministros más lavajatistas del alto tribunal en los últimos años, durante los cuales la doctrina mutó en una suerte de populismo judicial destinado a apaciguar la indignación de los sectores medios.
En esa línea, el STF avaló exotismos como la ley de “ficha limpia”, surgida de una iniciativa popular e irónicamente respaldada por el Partido de los Trabajadores (PT) y promulgada por el propio Lula da Silva pocos meses antes de dejar el poder en 2010. Esta priva de derechos electorales a quienes hayan cometido delitos en la función pública y cuenten con condena en segunda instancia.
Los meandros del Supremo brasileño constituyen el primer ítem del juego de las diferencias con el caso argentino. Si bien aquel ha dado vía libre a la jurisprudencia creativa de la operación Lava Jato (lavadero de autos), también se permitió silencios y ambigüedades que hacen posible este cambio de rumbo.
El tiempo juega a favor de una posible candidatura de Lula da Silva: primero el pleno del STF debe refrendar la cautelar, algo que se estima probable; luego los casos, plagados de indicios de parcialidad de los fiscales y el exjuez Sergio Moro, deberán ser revisados por la Justicia federal de Brasilia, que no solo luce más comprensiva sino que no llegaría a fallar antes de los comicios.
En Argentina, en cambio, como lo demostraron los fallos contra Amado Boudou, Lázaro Báez y otros, ni los tribunales involucrados ni la Corte Suprema dan por el momento indicios de cambiar el rumbo y reparar en los causales de nulidad que existen en más de un proceso. Es más, el fiscal Carlos Stornelli sigue en funciones como si no se conociera su colusión con la inteligencia formal e informal.
Si hay delitos, es necesario probarlos. Tras el triunfo de los Fernández y el cambio de ciclo político, se especuló con una cascada de nulidades, algo que no se ha concretado. Tanto es así, que crece la presión del Ejecutivo sobre un alto tribunal que permanece impasible y, en paralelo, la tensión dentro del Frente de Todos, al punto de haberle costado la cabeza a la “agobiada” ministra de Justicia Marcela Losardo.
Segunda diferencia: tiempos y atajos
En Brasil, la maquinaria funcionó como una orquesta afinada que logró emitir las condenas con la velocidad suficiente para alterar el escenario electoral. Aquí, por el contrario, ha sido más eficaz para desgastar que para condenar. ¿Su lentitud será una falla congénita o una sutileza de diseño?
La actuación de los tribunales –incluso los de alzada– de Curitiba –estado de Paraná–, distrito cuna de la Lava Jato, es lo que fue anulado por Fachin. Ocurre –detalle que se le había pasado hasta ahora al propio Supremo– que aquellos no eran los jueces naturales de las causas. Los tribunales de aquella ciudad tenían la potestad de juzgar lo vinculado a las corruptelas en Petrobras, no todas las mundo. Si, como afirmó Moro, Lula da Silva recibió un tríplex en Guarujá, en otro estado –San Pablo–, como coima de la constructora OAS, había que probar un vínculo con el petrolão. Moro no encontró ese lazo y, barrilete cósmico, supuso “un acto de oficio (administrativo) indeterminado”, o sea imaginado por él, que le permitió dictar condena.
En otro peldaño hacia el infierno de la “justicia” inconstitucional, la jurisprudencia lavajatista determinó también que las penas de prisión pueden comenzar a ejecutarse antes de que exista sentencia firme, lo que contradice abiertamente la Carta Magna brasileña. En Argentina, la “doctrina Irurzun”, estrafalario parche para una Justicia que llega tarde si es que alguna vez llega, flexibilizó hasta la náusea los criterios de la prisión preventiva ya no de condenados sino de procesados, lo que la convirtió en un remedo más ultrajante de esa tendencia.
En base a aquello, Lula da Silva, ya proscripto, ingresó en prisión por 580 días. Luego, como se sabe, la indignación de las clases medias encumbró a Bolsonaro.
En Argentina, la historia fue diferente. Cristina Kirchner no entró en prisión ni recibió condenas. Asimismo, mantuvo sus derechos políticos y volvió al poder como número dos de Alberto Fernández. Sin embargo, la trama judicial inconclusa la ha debilitado y la priva de la reivindicación que persigue.
Tercera diferencia: el tamaño del nudo
La disposición de la más alta instancia del Poder Judicial brasileño a estirarse como un elástico es el elemento que permite desandar –tardíamente– un campo minado. A falta de indicios equivalentes, Cristina Kirchner presiona en público a Fernández para que haga lo que ella misma no logró durante los ocho años en los que gobernó con mucho más poder: reformar el Poder Judicial.
El clima social probablemente sea otra diferencia entre Brasil y Argentina. El beneficio a Lula enfurece a los sectores más lavajatistas de la sociedad brasileña, pero la pérdida de influencia de estos últimos es notoria. Aquí resulta imposible no imaginar una reacción durísima de la Argentina antiperonista si el Congreso amnistiara presuntos latrocinios o si Fernández los indultara, cosa que, por otra parte, la vice rechaza.
Más allá de las diferencias, algo hay en común: el futuro de Brasil y Argentina estará marcado por una polarización cada vez mayor.
A respirar mientras quede algo de aire.