El ministro de Economía, Martín Guzmán, viajará a Washington en los próximos días para encarrilar, en la medida en que sea posible, la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), entorpecida por el alineamiento que el presidente Alberto Fernández esbozó con el ala cristinista de la coalición de gobierno en su reciente discurso de apertura de sesiones del Congreso. Al funcionario le espera una gestión difícil, en la que deberá explicarles a interlocutores molestos a qué apunta realmente la Argentina en relación con la refinanciación de su deuda: ¿a arreglarla, a posponer un acuerdo sustancial o a radicalizarse y romper?
En principio, Guzmán tiene previsto viajar a Washington el miércoles 17 o el jueves 18, pero podría hacerlo algunos días después, conforme resulte la agenda que en estas horas prepara el representante nacional ante el FMI, Sergio Chodos. Este intenta que la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, forme parte de la misma, aunque ello no está confirmado y dependerá también del nivel de molestia que haya generado en esa capital la nueva posición de Fernández sobre el Stand-by de 2018.
La decisión de Fernández de impulsar una querella criminal “tendiente a determinar quiénes han sido los autores y partícipes de la mayor administración fraudulenta y de la mayor malversación de caudales que nuestra memoria registra” apunta, en principio, a Mauricio Macri y a los principales funcionarios involucrados en el otorgamiento a la Argentina del mayor crédito de la historia del organismo, por 55.000 millones de dólares, de los que efectivamente se desembolsaron –y la Argentina debe– 44.000 millones.
La titular del FMI, Kristalina Georgieva, entiende que los plazos previstos de repago –3.826 millones este año, 18.092 millones en 2022, 19.186 millones en 2023 y 4.921 millones en 2024– son inviables debido a que el supuesto del paquete, esto es, que el país recuperara la confianza del mercado voluntario de deuda y pudiera rollearlos, no se cumplió.
Lo que la desconcierta, sin embargo, es que el mismo gobierno que se afanó hasta el límite para lograr una refinanciación con los tenedores privados, extranjeros y locales, y que comenzó a negociar seriamente dicho Stand-by hable ahora, 14 meses después de haber asumido, de “administración fraudulenta” y de “la mayor malversación de caudales” de la historia. Si los funcionarios que supuestamente incurrieron en semejante deslealtad con la patria realmente tienen responsabilidades, ¿qué distancia mediaría para que la propia deuda pudiera ser calificada de ilegal?
El Gobierno descuenta que Guzmán se encontrará con mucha desconfianza y, de hecho, ya no habla de un acuerdo en abril o mayo, justo a tiempo para no ingresar en default con el Club de París, un agrupamiento informal de países mayormente pero no solamente europeos, a los que la Argentina debería devolverles 2.460 millones de dólares antes del 30 de ese último mes.
Todo es incertidumbre. En Washington, porque ni el Directorio del Fondo ni el nuevo gobierno de Joseph Biden –cuyo país es el principal accionista de la entidad y no gusta de las amenazas ni más ni menos que cualquiera de sus antecesores– saben qué quiere la Argentina; en Buenos Aires, porque nadie tienen idea de qué grado de flexibilidad se encontrará en ambos actores, claves para cualquier acuerdo. Tanto es así, que el Gobierno ya juega al filo de la cornisa del default con el el Club de París al calcular el plazo extra de 60 días a partir de la fecha mencionada para que realmente se declare una cesación de pagos.
La postura nacional tiene una curiosidad adicional al giro reciente: ha acudido a la comprensión de varios países europeos para allanar el diálogo con los técnicos del FMI, pero es justo a aquellos a los que amenaza ahora con defaultear.
Mientras, Guzmán se siente “incómodo”, según supo Letra P, por el modo en que las exigencias de la vicepresidenta, Cristina Kirchner, le han intervenido la política económica en variables cruciales como las tarifas, la evolución del tipo de cambio oficial, la política salarial y, últimamente, la propia negociación que constituye el último tramo de la normalización –al menos formal– de la situación financiera del país.
En rigor, el ministro no solo irá a escuchar reclamos y a dar pruebas de buena fe en las negociaciones. También, sondeará las probabilidades de que se concrete la ampliación del capital del Fondo, que se mide en la moneda virtual del organismo, los derechos especiales de giro (DEG). Si eso ocurriera, la Argentina podría optar por retirar ese excedente de su cuota como miembro del organismo, lo que le permitiría contar con entre 3.000 y 3.500 millones de dólares, según diferentes cálculos. Con ese dinero y con el excedente de hasta 8.500 millones de dólares que, si los exportadores sojeros se portan bien, podrían ingresar al Banco Central en la temporada de liquidaciones que está por comenzar, acaso el Gobierno encuentre espacio para pagarle al Fondo y al Club de París y, de ese modo, darse el lujo de posponer un acuerdo definitivo con el primero para después de las elecciones legislativas de octubre, de modo de agitar la bandera del orgullo nacional y evitar un tema áspero en la campaña.
Eso dicen algunas fuentes oficiales; para otras, nada de eso está asegurado y ambos montos sumados resultan, en cualquier escenario, de pago imposible. Estas aspiran a que los dientes que el Presidente le mostró al organismo alcancen para que se pueda cerrar un acuerdo precario, cortoplacista, que posponga vencimientos sin que se concrete el fantasma de la cesación de pagos.
Así es esta etapa histórica de la Argentina: todo se consume en las llamas de la precariedad y en la sensación de que cualquier cosa que no sea lo más perentorio es una entelequia.