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Las redes sociales han revolucionado y evolucionado tanto en los últimos años, que ya nadie puede dudar de la influencia que tienen en la actividad económica, cultural, social, y especialmente política, de todo el mundo. Vemos a diario, cómo las grandes masas se manifiestan en Facebook, Twitter e Instagram –por nombrar las más populares–, en cualquier momento del día y desde diferentes dispositivos tecnológicos. Su poder radicaen que, a diferencia de otros medios de comunicación, en éste todos somos iguales y cada uno puede expresar libremente sus ideas. De modo que, determinadas frases, pensamientos, temas y problemáticas, se vuelven repentinamente tendencia, o mejor dicho, logran hacerse “virales” o “trending topic”.
Sin embargo, estas estructuras, formadas en Internet por personas u organizaciones que se conectan a partir de intereses o valores comunes, son mucho más que una combinación de bits, pixeles, algoritmos y hashtag. Son fundamentales en la actualidad, porque no solo crean relaciones de forma inmediata y sin límites de espacio ni tiempo, sino que además, son las instituciones culturales del siglo XXI. Por lo tanto, representan por antonomasia, la arena política en la que el pueblo y las corporaciones se dirimen la imposición por el sentido común.
Nuestro punto de partida es que constituyen una forma de comunicación distinta a los medios masivos tradicionales, en los que existía un solo emisor y millones de receptores. Decodificábamos el mensaje pasivamente, sin posibilidad de que nuestros reclamos y opiniones pudieran ser escuchados. Ahora todo es distinto: hay una retroalimentación constante, que permite desde el anonimato, la conexión e interacción de personas que viven a miles de kilómetros de distancia. Estos espacios de comunicación virtual, conectan en forma global, la financiación, la producción y la distribución de los intereses de los medios de comunicación dentro de cada nación y también entre los distintos países del mundo. En términos del sociólogo español, Manuel Castells (2012), se organizan en nodos dominantes en los que muchas megacorporaciones conforman la columna vertebral de la red mundial de redes de medios. Son las nuevas instituciones que albergan al poder real.
Por tal motivo, y como aseguraba el escritor italiano, Antonio Gramsci, para ganar la batalla cultural, es necesario hegemonizar una por una todas las instituciones que integran a la sociedad civil, única forma posible de que los pueblos accedan al poder político del Estado. Luego, con esa nueva hegemonía que se construye, se procede a desalojar culturalmente al sector derrotado. Y no lo decimos en términos de enfrentamiento o en una lógica de amigo- enemigo, que siempre combatimos, sino en la posibilidad que ese avance le puede brindar a los sectores que son los perdedores cuando la cultura dominante se impone y logra mantener su hegemonía sin cuestionamientos.
Entonces, si las redes son las nuevas instituciones de esta era, hay que seguir ese camino. Pero esto no implica que se tengan que descuidar aquellas, que con tanto esfuerzo se han conquistado, sino que significa que se tienen que replantear las herramientas de expresión política, incorporando otras que sean innovadoras, dinámicas y que estén en permanente crecimiento. No todo es lo nuevo, o mejor aún, si conquisto lo nuevo y pierdo por ejemplo la calle y el compromiso de la militancia, tampoco aseguro un camino hacia la transformación social.
Pero volviendo, ¿por qué se perdió esa batalla? Según Gramsci, la situación social y la condición de las personas, no dependen de las negociaciones en las altas esferas ni de las medidas políticas, sino únicamente de la filosofía, pero no en el sentido del término que figura en los libros de Darío Sztajnszrajber, sino más bien entendiendo este concepto en relación al de ideología. En este sentido, cabe destacar que, fue a través de las redes —junto a los grandes medios de difusión— que las grandes corporaciones consolidaron su ideología dominante e instalaron una representación del mundo en la que la reducción del déficit y el achicamiento del Estado, servirían para una supuesta recuperación económica. Hicieron creer a la sociedad, y claramente en parte también, a varios de nuestros dirigentes, que la liberación de los mercados era el camino al secreto del éxito; inventaron que el control sobre la emisión monetaria era la clave de la inflación y establecieron que había que someterse a la disciplina impuesta por el sistema de finanzas mundial, para que esa prosperidad pudiera sostenerse.
No hace falta decir hoy, que la receta no tuvo ni siquiera los resultados esperados por sus propios impulsores, aunque es claro que sí lograron mayores ganancias y concentración de la riqueza, pero perdieron consenso, indispensable, en términos de Gramsci, para conservar la hegemonía. Además, la batalla central está en que pierden consenso, pero con la fuerza del andamiaje comunicacional, una y otra vez logran convencer nuevamente en base a la misma doctrina. ¿Acaso no habíamos aprendido con el menemismo que no podía rematarse al Estado? No nos alcanzó, y llegamos al 2001 con personajes que pensamos desterrados como Cavallo y las mismas recetas precisamente. Y después de remontar de ese infierno como decía Néstor, otra vez el mismo discurso en el triunfo de Macri.
Sin dudas, la génesis de todos los males en el siglo XXI, está en el campo de las redes sociales. En este tipo de comunicación está la clave de la conquista por la batalla que tanto se necesita ganar para igualar las condiciones. Volviendo a Gramsci —siempre se debe volver a él— podríamos concluir en que las corporaciones han ganado la batalla cultural que se libra en ese espacio virtual. “Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”, decía Albert Einstein. Y tenía razón, porque los sectores populares no pueden volver a cometer dos veces el mismo error. No deben bajarle el precio a las redes sociales, tal como sucedió en otras épocas, esperando obtener resultados distintos. Esta vez, deben ganarla.