La torpeza de pedir confianza y socavarla

El plan económico puesto en marcha por Mauricio Macri el 10 de diciembre de 2015 descansó, como suele ocurrir con los programas proinversión, en un supuesto: la restauración de la confianza del mercado.

 

Su sola presencia en la Casa Rosada debía significar una garantía para los factores de decisión, se suponía. Además, a modo de refuerzo, se eliminaron de inmediato todas las retenciones a las exportaciones, salvo las de la soja, que se redujeron; se acordó rápidamente con los fondos buitres y se cortaron de un tajo los controles cambiarios heredados de la era kirchnerista.

 

Sin embargo, como se sabe, el shock de confianza se quedó corto y la “lluvia de inversiones” nunca se produjo.

 

El problema fue que, sin estas últimas, el programa económico quedó excesivamente atado a la toma masiva de deuda en los mercados internacionales -alrededor de 30.000 millones de dólares anuales- como fuente principal de divisas tanto para cerrar el rojo fiscal como para hacer frente a un déficit externo que responde a razones en buena medida estructurales.

 

Por más que los aumentos de tarifas de servicios públicos les duelan a muchos sectores como un latigazo definitivo, la política fiscal ha sido gradualista, camino entendido como el único posible para que la experiencia macrista tuviera un horizonte de ocho años.

 

Pero, si el endeudamiento es el recurso para financiarlo, también es el talón de Aquiles del modelo, por lo que los mercados comenzaron a mirar con lupa los avances en materia fiscal, a todas luces módicos. Erosionar su confianza era lo único que el Gobierno no podía permitirse, más cuando se sabía que el plan económico jugaba una carrera contra el tiempo, porque las tasas de interés internacionales no iban a seguir bajas para siempre.

 

 

 

Se ve ahora con claridad que el cambio de la meta de inflación del 28 de diciembre, impuesto por el jefe de Gabinete, Marcos Peña, fue una pésima decisión. La medida socavó la pretendida idea de autonomía del Banco Central y, al propiciar una reducción del costo del dinero, permitió que más fondos se volcaran hacia un dólar que lucía atrasado. Eso, sumado a los tarifazos interminables, realimentó la inflación.

 

Decir lo anterior no es señalar una preferencia ideológica, sino dar cuenta de la torpeza que significa ir contra la confianza del mercado financiero cuando, justamente, se impulsa un esquema económico que descansa sobre esa premisa.

 

Para peor, ya comenzó el largamente temido cambio de tendencia del contexto internacional.

 

En los últimos días, la tasa de interés de los Bonos del Tesoro estadounidense se asomó al umbral del 3% y se calcula que la Reserva Federal realizará hasta nueve subas más de aquí a diciembre de 2019, justo cuando en el país se esté jurando un nuevo mandato presidencial.

 

Ese evento, más la salida estilo “puerta 12” de los inversores extranjeros que habían apostado a la bicicleta de las Lebac y que no quisieron tributar el nuevo impuesto a la renta financiera, explican la conmoción reciente con el dólar.

 

 

 

Mientras el mundo cambia de sentido, se abren dos escenarios para el país. En uno, la deuda para financiar el gradualismo fiscal se va a hacer más cara, pero va a seguir a mano del ministro Luis Caputo. En el opuesto, conseguirla se hará arduo, lo que pondría en jaque el propio gradualismo que lleva adelante Nicolás Dujovne.

 

Lo que peligraría, en este último caso, sería, ni más ni menos, que el camino a la reelección.

 

Maximiliano Pullaro pidió autorización para que Santa Fe coloque deuda por mil millones de dólares.
Toto Caputo y Javier Milei

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