Antes de que su nombre diera la vuelta al mundo por su cuenta de 1,2 millón de dólares en Andorra, Valentín Díaz Gilligan era famoso en el universo de la militancia por ser un gran jugador de futbol. El ex subsecretario general de la Presidencia era el nueve codiciado al que todos querían tener en su propio equipo. Fanático de River, no sólo se destacaba por su destreza en el futbol o por ser un músico aficionado que llegó a tener incluso una banda de rock. Lo era por su formación política en la Unión del Centro Democrático (UCeDé), el partido de Alvaro Alsogaray que en los años ochenta se convirtió en la esperanza del liberalismo en la Argentina y le enseñó a la derecha aborigen que era posible la quimera de llegar al poder por la vía de las elecciones.
El primer funcionario macrista caído en desgracia por un caso de corrupción se destacó temprano por ser uno de los mejores cuadros políticos que tuvo el brazo universitario de Ucedé, la Unión para la Apertura Universitaria (UPAU), en tiempos de disputa con la Franja Morada del radicalismo en las facultades.
Con militancia en la circunscripción 19 de la Capital Federal, Valentín era un activo militante en Barrio Norte que pronto se vinculó con Guillermo Gabella, ex consejero vecinal del partido de Alsogaray que dio el salto al peronismo, fue asesor de Daniel Scioli y trascendió como directivo de la empresa Boldt que se enfrentó con Amado Boudou.
LA ILUSIÓN LIBERAL. Reconocido por su formación técnica, graduado más tarde como administrador de empresas en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, Díaz Gilligan era considerado un cuadro preparado en política, de perfil bajo, respetado entre las diversas sectas de las juventudes liberales. “Era muy querido y respetado, muy militante”, le dijo a Letra P uno de los pioneros de la UCeDé que compartió la ilusión con él y también llegó lejos.
Ya había conocido a Fernando De Andreis, el secretario general de la Presidencia que lo llevaría a trascender hasta lo inimaginable. Pero también a otros exponentes notorios del armado de poder que ensaya Mauricio Macri, como el jefe del bloque de senadores del PRO, Humberto Schiavone, y el experto digital Guillermo Riera, el ex subsecretario de Vínculo Ciudadano también formado con Alsogaray que operaba en las redes sociales del macrismo hasta que renunció el año pasado para dedicarse a la campaña electoral de Cambiemos.
Fuentes del oficialismo le dijeron a Letra P que uno de los amarillos con los que mayor trato tuvo Gilligan fue el tucumano Pablo Walter, ex miembro de Fuerza Republicana que se acercó al PRO de la mano de Esteban Bullrich.
Gilligan fue contemporáneo a la aventura liberal de otros políticos destacados que se formaron en la UCeDé y dieron después el salto al peronismo como Emilio Monzó, Sergio Massa o el jefe de Gabinete de Martín Insaurralde, Guillermo Viñuales. Aunque los conoce, Valentín tuvo menos trato con ellos porque los separaba la frontera de clase de la General Paz. Pese a la camaradería reinante entre los jóvenes que soñaban con un liberalismo popular, los que militaban en la provincia de Buenos Aires eran considerados de segunda categoría desde los barrios altos de la Capital Federal.
ENTRE IBARRA Y RIVER. Aunque Macri dejó trascender que no lo conocía y los voceros del Gobierno lo tratan de personaje menor, sus ministros saben que el número dos de De Andreis era de la familia en los ámbitos en los que se mueve el oficialismo. Díaz Gilligan y De Andreis compartían la pasión riverplatense con Rogelio Frigerio y con otro personaje clave en la historia, Ignacio Villarroel, influyente secretario de River y presidente de la Fundación River que formaba parte de la agrupación de Jorge Brito hijo y reclutó a Gilligan para la política en el club del cual hoy es vocal.
Aunque De Andreis aparece en la superficie, fuentes del Gobierno dijeron a Letra P que Gilligan siempre respondió a Andrés Ibarra y fue en carácter de delegado al Ente de Turismo porteño que conducía el secretario general de la Presidencia.
Abogado y apoderado del PRO en Entre Ríos, Villarroel es otro de los hombres que Macri conoce muy bien. Tanto como para llamarlo por teléfono y reprocharle decisiones que toma en beneficio de su club, el eterno rival del Boca presidencial.
Villarroel es, hace tiempo, un hombre de máxima confianza de Ibarra y provocó tensiones en el corazón del macrismo con el operador Daniel Angelici, delegado de Macri para el ámbito en el que tuvo el primer emprendimiento exitoso de su vida.
En Chapadmalal, Macri dejó a D+iaz Gilligan en stand bay. El lunes a la mañana no le aceptó la renuncia y a la tarde lo echó.
Exigente y dedicado a lo suyo, Gilligan completó su formación en la UBA con un máster en Finanzas en la Universidad del CEMA, la usina ortodoxa de la que salieron exponentes destacados que ocuparon cargos en el Estado en el último cuarto de siglo.
Cuando Gabella y otros miembros de la UCeDé pasaron al PJ atraídos por la prédica de Adelina D’Alessio de Viola, Valentín se abstuvo y prefirió recluirse en el sector privado. Recaló en Techint y pasó después por Pricewaterhouse y por el Grupo Insud de Hugo Sigman.
Fue alrededor de 2012 cuando se acercó al PRO y recaló bajo el ala de Andrés Ibarra, el hombre que el entonces jefe de Gobierno había rescatado como la mano derecha de su paso por Boca para la gestión en la Ciudad. Asumió como director general de Promoción Turística. Diaz Gilligan y De Andreis dicen conocerse desde que eran chicos, pero fue el leal Ibarra el que promovió el encuentro entre dos viejos amigos como engranajes de la maquinaria del macrismo en ascenso.
En paralelo, Gilligan aceitó sus contactos con el negocio del futbol. Como él mismo admitió después de que El País de España lo expusiera públicamente, trabajó para Gol TV, asumió como director de Line Action LTD y se acercó al empresario Paco Casal.
Ese expertise es el que llevó a los hombres de Macri a delegarle la reprivatización del fútbol y la entrega de los derechos de televisación a Fox y Turner en 2017 y a involucrarse también en la pretensión del Presidente para organizar el Mundial 2030 junto a Paraguay y Uruguay. Con oficinas en el primer piso de la Casa Rosada, a metros del despacho presidencial, Díaz Gilligan no tenía más mérito que otros altos funcionarios del Gobierno para renunciar. Pero tuvo que irse para devolverle algo de aire al proyecto político que lo llevó más lejos.