Notas críticas sobre el proyecto "Ley de Libertad Educativa".
El proyecto de ley “Libertad Educativa”, que en las últimas semanas estuvo circulando en ámbitos gubernamentales y legislativos, ingresa en el debate público con una retórica centrada en la autonomía institucional, la libre elección y la diversificación de ofertas. Bajo ese discurso, sin embargo, se despliega una reconfiguración profunda de la educación argentina.
Registrate para continuar leyendo y disfrutando de más contenidos de LETRA P.
La iniciativa modifica el núcleo conceptual de la Ley Nacional de Educación —sus finalidades, principios y garantías— sin alterar en igual medida su arquitectura institucional. Esta operación produce un desplazamiento significativo: debilita los fundamentos que sostienen a la educación como bien público y derecho social, mientras mantiene intacta la estructura estatal, más disponible así para lógicas subsidiarias y orientadas a los mercados.
El corrimiento del rol estatal aparece desde el inicio. El proyecto afirma que “la familia es el agente natural y primario de la educación”, relegando al Estado a asegurar accesos mínimos, homologar títulos y fijar apenas algunos contenidos básicos. La formulación repone la lógica de subsidiariedad: la intervención estatal se justificaría únicamente cuando la iniciativa familiar o privada no pueda hacerlo.
En un país marcado por desigualdades estructurales, esta premisa presenta límites evidentes. Sin un Estado capaz de sostener una cultura común y garantizar equivalencias formativas, la libertad se vuelve un recurso desigual, accesible según el nivel socioeconómico y no como un derecho universal.
La mercantilización de la educación
En este marco, la autonomía institucional aparece como un eje modernizador. El proyecto habilita a cada escuela —incluidas las estatales— a definir su régimen interno, elegir personal, administrar recursos, regular admisiones y diseñar sus propios planes de estudio. La autonomía es un valor en muchos sistemas del mundo, pero su efectividad depende de condiciones políticas y profesionales que aquí se ven debilitadas.
Resulta difícil pensar en instituciones autónomas cuando la profesión docente, piedra angular de cualquier autogobierno escolar, es públicamente deslegitimada y objeto de dispositivos de evaluación concebidos más como control que como mejora. Sin reconocimiento profesional ni condiciones laborales dignas, la autonomía corre el riesgo de convertirse en una transferencia de responsabilidades sin transferencia de capacidades.
La dimensión curricular constituye uno de los puntos más sensibles. El proyecto permite que cada institución diseñe planes propios a partir de mínimos comunes muy acotados y que las jurisdicciones ofrezcan currículos opcionales que las escuelas podrán adoptar o adaptar libremente. En un sistema profundamente desigual, esta libertad no produce diversidad creativa sino fragmentación.
Las escuelas con más capital institucional podrán sostener propuestas robustas y culturalmente densas, mientras que las más vulneradas quedarán limitadas por sus recursos. El resultado es un sistema que pierde su corpus común: un archipiélago de trayectorias inconmensurables donde la identidad cultural compartida se diluye y la ciudadanía deja de apoyarse en saberes equivalentes.
Qué pasa con la Educación Especial
La desjerarquización de las modalidades educativas refuerza esta tendencia, y uno de los capítulos más preocupantes es la eliminación del título de Educación Especial. En la Ley Nacional de Educación, la Educación Especial constituye una modalidad con identidad, objetivos, recursos y marcos de acción propios. El proyecto la disuelve dentro de la categoría amplia y ambigua de “necesidades específicas”, donde conviven realidades incomparables: discapacidad, dificultades de aprendizaje, situaciones temporales, trayectorias discontinuas. En esa mezcla, la especificidad se pierde y con ella la garantía de derechos.
Aquí, el proyecto incurre en un gesto que resulta difícil no leer como un retroceso profundo. La Educación Especial no es un apéndice burocrático del sistema: es la herramienta que el Estado construyó para asegurar que quienes más necesitan acompañamiento tengan respuestas a la altura de sus derechos. Convertirla en una etiqueta genérica implica algo más que una decisión técnica: supone decir, en los hechos, que las necesidades más complejas serán atendidas según la disponibilidad —o voluntad— de cada institución.
El propio texto del proyecto expone su limitación en el artículo 55, donde establece: “Cuando una institución educativa, por limitaciones objetivas de recursos humanos o materiales, no pueda atender adecuadamente las necesidades específicas de un estudiante, deberá coordinar con la autoridad jurisdiccional competente a fin de asegurar su atención, derivación o cooperación en red con otras instituciones; quedando entendido que el deber de proveer un servicio educativo adaptado y de calidad a los estudiantes con discapacidad es del Estado”.
20250311_091109-scaled
El problema no es la frase final, que enuncia correctamente la obligación estatal; el problema es la escena que la precede. Si la norma habilita que una escuela pueda declararse limitada y derivar a un estudiante, se abre la puerta a que la inclusión dependa de la capacidad institucional, no del derecho del alumno. En un país desigual, eso equivale a decir que muchos chicos y chicas serán bienvenidos solo donde haya recursos, y no donde haya derechos. Ese es el golpe más duro: la discapacidad vuelve a quedar condicionada por la disponibilidad, no por la justicia.
Financiamiento
El capítulo de financiamiento también reorienta el sistema. La implementación de vales, becas y créditos fiscales que acompañan la “libre elección” deriva fondos públicos hacia la oferta privada y replica esquemas que en otras experiencias internacionales incrementaron la segmentación. La habilitación de enseñanza religiosa confesional en escuelas estatales y la posibilidad de firmar convenios educativos con instituciones religiosas reconfigura, además, la laicidad del Estado y altera un principio fundamental para la convivencia democrática en sociedades diversas.
El capítulo de “alternativas educativas” profundiza el desplazamiento. El proyecto no solo habilita sino que promueve modalidades como la educación en el hogar, la escolarización mediante instituciones extranjeras o la cursada completamente virtual. Muchas de estas alternativas ya existen en la Ley Nacional de Educación, pero están planteadas como regímenes excepcionales para situaciones específicas.
El proyecto invierte esa lógica: transforma lo excepcional en opción regular y lo presenta como ampliación de libertades. Sin una regulación clara y sin un Estado que garantice equivalencias, estas opciones tienden a fragmentar la experiencia común y a reforzar circuitos paralelos para los sectores de mayores recursos. Lo que se pierde no es solo una estructura escolar: es la posibilidad de aprender junto a otros distintos, un componente central de la vida democrática.
Mecanismos de evaluación
Los mecanismos de evaluación docente y de gobierno institucional acompañan este proceso. Las evaluaciones cuatrienales basadas en competencias, la participación de familias en la selección de personal y la posibilidad de despidos por “ideario” en instituciones privadas no constituyen políticas neutras. En un clima de deslegitimación hacia la docencia, estos instrumentos pueden funcionar como dispositivos de disciplinamiento y discrecionalidad.
El resultado global es un desplazamiento del saber pedagógico hacia lógicas tecnocráticas. Cuando se devalúa la experiencia docente, se fragmenta el currículo y se retrae la responsabilidad estatal, el campo educativo queda expuesto a estándares descontextualizados, indicadores de gestión y plataformas que administran datos sin comprender la complejidad del trabajo escolar.
La relación entre educación, Estado y sociedad
El proyecto de “libertad educativa” no solo redefine el sistema: redefine la relación entre educación, Estado y sociedad. Reduce la capacidad estatal de garantizar una cultura común, multiplica circuitos desiguales y promueve alternativas que rompen la experiencia escolar compartida. En un país que todavía busca construir igualdad de oportunidades y un horizonte común, la renuncia estatal a su función de garante no es un ajuste técnico: es una transformación estructural cuyas consecuencias exceden lo educativo y comprometen la vida democrática.