Lo ocurrido el sábado, verdaderamente serio, puso en negro sobre blanco las reglas del juego político-electoral en ciernes. ¿Cómo se llegó a eso? El pedido de 12 años de prisión e inhabilitación a perpetuidad para ocupar cargos públicos formulado por el fiscal Diego Luciani en contra de Cristina Fernández de Kirchner ha tenido un efecto unificador para el Frente de Todos justo cuando, crisis económica y ajuste mediante, venía de un amague muy serio de disgregación. La militancia, tanto azuzada como de modo silvestre, salió a manifestarse y a proteger a su jefa de los escraches de las patrullas antiperonistas; la movida en las calles y las plazas seguirá creciendo en paralelo a las instancias finales del juicio por la llamada causa “Vialidad”; por último, tanto el PJ nacional como sus filiales provinciales y los gobiernos locales que les responden salieron a denunciar los abusos de su sigla homónima, la del “partido judicial”. El sentimiento de perseguir, por fin, un objetivo común, debe ser reconfortante y generar una sensación de fortaleza, al punto que ciertos alquimistas del oficialismo ya piensan cómo convertir la efervescencia en votos. Aunque jamás hay que desdeñar la potencia de un peronismo movilizado, no convendría ir tan rápido: la primavera militante, que llega junto a la del calendario, podría tener un alcance breve.
Cada referente peronista que a lo largo de la era K había tomado distancia y, según el caso, hasta se había enfrentado a la actual vicepresidenta debió haber sabido en 2019, cuando la necesidad común parió el Frente de Todos, que este momento, inexorablemente, iba a llegar.
La percepción de amplios sectores medios sobre casos de corrupción en los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner fue un elemento central de aquella diáspora, que sumó nombres como los de Alberto Fernández, Sergio Massa, Roberto Lavagna y muchos más. Los dos primeros, se sabe, volvieron al redil y, mientras el primero ya se asume preso de su destino, el segundo dosifica las declaraciones de respaldo a la exmandataria con la convicción de quien se aferra a lo imposible.
Las ganancias que el peronismo cree reencontrar en su movilización unificada tienen, con todo, mucho de espejismo, sobre todo porque ubican la campaña electoral en ciernes en el terreno que mejor le cabe a Juntos por el Cambio, a la que además ayudan a disimular sus líneas de fractura.
Para la alianza opositora, es puro beneficio que el recuerdo de su pésimo paso por el gobierno vaya a convivir en el ágora con las remakes de la corrupción precedente, las supuestas intromisiones y amenazas al Poder Judicial, el fantasma de Alberto Nisman, posibles indultos y hasta la violencia. Eso es así, sobre todo, tras el sábado triste. El dilema del peronismo no K pasa por cómo defenderla, preservando la necesaria unidad, pero sin colgarse un collar de melones.
Si el guion judicial ya está –como ella misma asegura– escrito, el ciclo electoral que comenzará con las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) justo dentro de un año la tendrá condenada por corrupción en primera instancia. Desde ya que eso no significará condena firme ni, por lo tanto, cárcel ni proscripción, pero el dato marcará a fuego el debate político.
La pata judicial no parece ser del todo firme.
Por un lado, tal como explicó el jurista Andrés Gil Domínguez en un interesante artículo, la figura de la “asociación ilícita” que Luciani le achaca es difícil de probar y la propia Corte Suprema la limitó notablemente en 2001 al fallar sobre el contrabando de armas de la era menemista. Claro, aquella Corte no es la actual, pero el precedente está y su cambio haría más flagrante el ensañamiento que nadie se esfuerza demasiado en ocultar.
El mismo lineamiento, recuerda Gil Domínguez, siguió y amplió la Cámara Criminal y Correccional Federal en 2021. Como contrapartida, el cargo de administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública también esgrimido por Luciani es una base mejor de su alegato.
En segundo lugar, para lograr una condena en base a esta última figura, el fiscal debería haber probado que Cristina Kirchner tuvo un rol concreto en la concesión de obras públicas a Lázaro Báez en la provincia de Santa Cruz, distrito que, claro, ella no gobernaba. La idea de que no pudo desconocer el supuesto direccionamiento de esas iniciativas sigue la estela de las responsabilidades mediatas que dieron lugar a la remoción de Aníbal Ibarra tras la tragedia de Cromañón. La enorme diferencia es que lo de la vice es un juicio penal, lo que entraña la propia libertad, y lo del exjefe de Gobierno porteño fue solo uno político.
Si lo judicial está por verse, cabe especular con que a los futbolistas de Liverpool les interese más el partido del domingo, previo a las elecciones, que ganar el campeonato después de las urnas. Así las cosas, más interesantes parecen las implicancias políticas del escenario que amenaza con cortarle las alas a la primavera militante.
El tipo de responsabilidad que Cristina Kirchner no puede negar –ni se esfuerza ya en hacerlo, de acuerdo con sus últimos pronunciamientos– es la política. Todo lo que ella misma denuncia hoy, esto es, que dinero que apareció en los bolsos de José López provino de empresarios filomacristas, ocurrió bajo su gobierno. Hay allí, al menos, un pecado de omisión entre varios otros.
Vayamos atrás en el tiempo. “Cristina oficializó su gabinete: sigue Julio de Vido”, dijo Perfil el 14 de noviembre de 2007, menos de un mes antes de la jura de Cristina para su primer mandato. “El inicio de la segunda etapa del kirchnerismo en la Casa Rosada no estará signado por los cambios prometidos en la campaña electoral”, añadió.
“Muestra gratis de ello es la continuidad del cuestionado De Vido, quien mantendrá el control de la caja más gruesa del Gobierno: las inversiones en obra pública”, siguió ese medio. La entonces jefa de Estado electa conocía la mala fama del ministro de Planificación Federal y dejó correr, en su campaña, la versión de un desplazamiento moralizador que, al final, no concretó.
Hoy, De Vido está condenado por la tragedia de Once y por la compra de trenes chatarra a España y Portugal. El exsecretario de Obras Públicas José López, claro, no pudo eludir la suya, aunque morigeró las condiciones de cumplimiento de su pena de cárcel por haberse convertido en un “arrepentido”. Mientras, el exsecretario de Obras Públicas Ricardo Jaime se convirtió en otro coleccionista de condenas. Un montón.
Cabe recordar que De Vido mantuvo su cargo en toda la era kirchnerista, de 2003 a 2015, lo mismo que López. La carrera de Jaime, en tanto, terminó en 2009; la acumulación de denuncias ya era demasiado grande.
De todo esto se hablará en la campaña, para alivio de Juntos por el Cambio, que a su pésima gestión económica también sumó decisiones poco claras desde lo administrativo.
¿En qué medida podría el peronismo de la primavera militante separar la paja judicial del trigo político a la hora de defender a Cristina? ¿Cuáles serían los límites de su lealtad? ¿Todos los involucrados y todas las involucradas en el frente común saben a ciencia cierta que el quilombo que prometen los cánticos en caso de que alguien toque a Cristina es apenas eso, una consigna tribunera, sobre todo tras lo que se vio el sábado? ¿Alcanzaría, para diluir las responsabilidades propias, con señalar al sector rival como ejecutor de prácticas similares, sobre todo cuando este cuenta con un andamiaje comunicacional mucho más amplio y disciplinado?
Tal vez, lo más relevante: ¿cómo conquistaría el peronismo a los vitales sectores medios si el debate girara en torno de esos ejes vergonzantes?
La preocupación debe ser grande para quien trató de erigir su carrera sobre el pilar de la clase media, justo ahora, cuando parecía cerca de cumplir su sueño…