Tal como admitieron Alberto Fernández y Martín Guzmán, la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) sigue atascada en cuestiones que, más que técnicas, son políticas y hacen al nivel de ajuste del gasto público que el organismo le reclama a la Argentina para refinanciar a diez años –para empezar– la deuda de 44.000 millones de dólares. En ese sentido, sale a la luz el rol clave de Estados Unidos como principal accionista y dueño de un enorme poder, el mismo que exhibió en 2018 para que Mauricio Macri endeudara al país por décadas. ¿Qué se puede esperar ahora de Washington? ¿Hay una postura unívoca en la Casa Blanca? Si no es así, ¿quién es quién en ese juego y cómo planea influir el Gobierno?
En rigor, Estados Unidos no tiene poder de veto en el Directorio, aunque, en los hechos, esto casi sea así. Propietario de la mayor cuota en los activos del organismo –17,43%–, detenta el 16,5% de los votos, pero su influencia real es mucho mayor que la que muestran esos números.
"Estados Unidos no ha tenido hasta acá una posición clara sobre el programa argentino porque (este) no ha sido puesto a consideración del Directorio. Lo que sí sé es que el préstamo que recibió Argentina en 2018 fue absolutamente político, con el único propósito de sostener a Macri, a un gobierno que se estaba cayendo y a una economía virtualmente quebrada", pasó factura.
De inmediato, matizó. "Me parece que Estados Unidos está siendo prudente y hasta acá ha hablado poco sobre el tema. Días atrás, (el asistente especial de Biden y director del Consejo Nacional de Seguridad para el Hemisferio Occidental) Juan González pidió que el Fondo salga de la ortodoxia y analice el caso argentino de otro modo, pero no sé todavía… Es más lo que se especula sobre (la postura de ) Estados Unidos que lo que se sabe".
Fernández deja la puerta abierta, pero manda la incertidumbre en Buenos Aires. Los dichos del influyente González, en realidad, fueron más ambiguos.
En un seminario organizado por la consultora Eurasia Group, el asesor señaló que "el FMI ha aprendido que no siempre se puede utilizar un mismo modelo para prescribir una política macroeconómica en un entorno político, que hay que reconocer el contexto doméstico, la dotación de factores. Al fin y al cabo, los argentinos tienen que elaborar un plan". "El presidente Biden habla de políticas políticamente sostenibles. Necesitamos estabilidad en la región. Brasil y Argentina son muy importantes para nosotros", añadió.
Sin embargo, también le metió presión al país al afirmar que "ambas partes deben llegar a un acuerdo en términos técnicos que sea sólido por sus méritos" y que, si eso se lograra, "podría ser transformador para Argentina y nuestras relaciones bilaterales".
El entendimiento parece difícil y la imposibilidad de pagar en marzo el vencimiento de 2.870 millones de dólares –mencionada por Fernández en la entrevista señalada– hace que, hoy, un default parezca menos descabellado que hasta hace algunas semanas, cuando la confianza era otra. En todo caso, surge la posibilidad de que, para que la sangre no llegue al río –algo que no le conviene a nadie–, el acuerdo que se alumbre sea uno light, cortoplacista y con metas asumidamente imposibles de cumplir.
Como sea, queda claro que el FMI es un viejo conocido y que los intereses que lo animan y la burocracia que lo encarna cambian muy lentamente, si es que son capaces de hacerlo. Sin embargo, todos los gobiernos que caen en su red aseguran que ya no es el que era, que ahora entiende, que abandonó la ortodoxia, que es posible enamorarse de Christine Lagarde y que Kristalina Georgieva escucha al papa Francisco. Lógico: ¿quién quiere asumir que cede a la exigencia de aplicarle un ajuste a la población?
En ese juego, el gobierno de Estados Unidos es un participante crucial. Mientras Guzmán maneja la discusión técnica, la diplomacia nacional opera en Washington, donde distingue un ala dura –el Departamento del Tesoro, encabezado por Janet Yellen, y donde trabaja su asesor David Lipton, promotor, como número dos del FMI, del megaaporte a la campaña de Macri– y una más amigable, política, en la que tallan González y el secretario de Estado, Antony Blinken. Esa segunda puerta, que el Gobierno pondera que se abra porque el canciller estadounidense concede pocos mano a mano en persona, es la que golpeará Cafiero la semana que viene.
Ante el veto de Lipton, que no considera que lo que Guzmán está mostrando sea un plan económico viable, el Gobierno activa la vía política.
Para ello, se vale del protagonismo internacional que ha logrado construir en los últimos meses, aferrado a varias de las palancas clave para Estados Unidos, importantes en la relación con América Latina e, incluso, más allá.
Desde fines de 2019, el argentino Rafael Mariano Grossi es director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), una agencia de la ONU clave, entre otras cosas, para el expediente iraní. Además, el embajador Federico Villegas Beltrán presidirá este año el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y el propio Alberto Fernández será titular de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), una suerte de OEA sin Estados Unidos, Canadá y –hasta que Jair Bolsonaro deje el poder– Brasil.
No proliferación, derechos humanos y relación con América Latina son temas prioritarios para la administración demócrata y el Gobierno se ilusiona con que el aporte argentino en todos ellos sea valorado en Washington. A ellos hay que sumar la actitud constructiva del país en el otro tema sensible en el norte: el cambio climático.
¿Alcanzarán esas herramientas para aplacar la insospechada dureza de los mismos actores que fogonearon el acuerdo inviable de 2018 con el Fondo y que, tras obedecer a Donald Trump, se reciclaron con Biden?
La esperanza es lo último que se pierde.