El giro reciente del Gobierno, explicitado por el presidente Alberto Fernández en la apertura de sesiones del Congreso, supone un abroquelamiento del Frente de Todos en torno a su núcleo cristinista en el año de elecciones intermedias y, de la mano de eso, el regreso de posiciones económicas y políticas que Estados Unidos califica con desdén como populistas. La nueva narrativa, que tiene entre sus principales anclajes la investigación de la deuda contraída por Mauricio Macri con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la pelea hardcore con el Poder Judicial y una vuelta de tuerca sobre el atraso tarifario, enciende luces amarillas en una relación que había comenzado con un sesgo promisorio.
Si bien se mantuvo prudente, durante la campaña electoral estadounidense el Gobierno apostó por el triunfo del demócrata Joseph Biden. Como dijo entre líneas el propio Fernández, más que ayudar a la Argentina, Donald Trump auxilió el plan reeleccionista de Macri con el mayor préstamo otorgado por el FMI en su historia y ahora les toca a los argentinos pagar la factura de esa noche de juerga entre amigos. Además, como a casi todos los países, había fatiga con los modos de una administración que negociaba cualquier cuestión con una lógica estricta de quid pro quo, bien en la clave de negocios propia del magnate inmobiliario. Por último, el nombramiento de Mauricio Claver-Carone en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que puso fin a la tradición que reservaba ese lugar a figuras de América Latina, hacía presagiar una política dura de condicionamiento de los créditos a una toma de distancia respecto de China, un socio prioritario para el país.
El gobierno nacional fue uno de los primeros de la región en reconocer la victoria de Biden, largamente cuestionada en los tribunales por Trump mientras sus socios regionales, uno voluntario –el brasileño Jair Bolsonaro – y otro forzado –el mexicano Andrés Manuel López Obrador – optaban por el silencio. Se intuía un enfoque más favorable al país en temas como la negociación con el Fondo, una aproximación más civilizada al drama venezolano, el vínculo con China y otros asuntos.
Sin embargo, ese proyecto se cocina, si es que la hornalla está prendida, a fuego lento. En primer lugar, la persistencia de la pandemia y la pelea para que la producción de vacunas de los laboratorios esté a la altura de las circunstancias monopolizan la atención de los países. Segundo, el traumático desalojo de Trump de la Casa Blanca, el testimonial juicio político posterior a su salida y la prioridad de hacer pasar por el Congreso un nuevo paquete de estímulo por 1,9 billón de dólares demoraron la confirmación plena del elenco de gobierno por parte el Senado.
En lo que interesa a la región, ya recibieron ese aval Antony J. Blinken como secretario de Estado y Wendy Sherman como su número dos. Más específicamente, Juan Sebastián González, un hombre nacido en Colombia, como director de Asuntos Hemisféricos en el Consejo de Seguridad Nacional. Falta, con todo, la confirmación de quien llevará efectivamente la relación con América Latina, rol que recaerá en un hombre de máxima confianza de Biden: Daniel Erikson. En tanto ese paso formal no se produzca, sus contactos con embajadas y funcionarios extranjeros están severamente limitados.
Mientras, la diplomacia y la conducción económica nacionales se preparan para que Martín Guzmán reciba preguntas agudas en su inminente excursión a Washington: ¿el Gobierno sigue comprometido con la renegociación de los vencimientos de los 44.000 millones de dólares adeudados?; ¿la prometida querella contra los funcionarios locales que la tomaron no puede deparar un desconocimiento de toda la operación? Además, sobre si el ruido interno acerca de la actualización de las tarifas de servicios públicos –y su contracara: el déficit fiscal– y las presiones para que los salarios se recuperen con fuerza este año no desfigurarán totalmente el Presupuesto 2021, definido por el ministro de Economía como su plan.
El FMI es, en buena medida, Estados Unidos, principal accionista y dueño de, al menos, poder de veto sobre sus decisiones. Lo que se escuchará en el Fondo será el eco de lo que se dice en el Departamento de Estado.
El alineamiento de Fernández con las exigencias Cristina Kirchner es una fuente de cortocircuitos en la relación con la administración demócrata. Con Trump o con Biden, hay cosas que en Washington nunca cambian.
¿Quien dijo que todo está perdido?
No todas son malas, claro. Los elementos objetivos de posible confluencia continúan –menos apuesta unilateral y hasta militar contra el chavismo, escrutinio más civilizado sobre las relaciones con China y Rusia– y se suman nuevas agendas comunes. El carácter de Biden de católico y admirador del papa Francisco ofrece una bisagra extra.
Mientras, los puntos de vista acerca del futuro de la pandemia y su día después son mucho más afines. Además, la legalización del aborto en el país toca una fibra sentida en el Partido Demócrata cuando el sesgo conservador que ha cobrado la Corte Suprema estadounidense amenaza con poner ese asunto en revisión. Toda la agenda de género del Gobierno, en realidad, es bien vista en Washington y ubica a la Argentina entre los países más afines en el continente.
La gran porfía de Trump, el negacionismo en materia de cambio climático, es otra de las cosas que se están dando vuelta allí con velocidad, al punto que el tema cotiza aun más alto que lo previsto entre las nuevas prioridades. En ese sentido, no pasó desapercibido en la Casa Rosada ni en la Cancillería que el representante de Biden para esa temática, John Kerry, haya llamado recientemente a Fernández para invitarlo a participar en la cumbre virtual del 22 de abril. Más allá de sus deudas en la materia, la vocación positiva de la Argentina contrasta con la del rupestre Bolsonaro.
Todo eso establece un idioma común, una base que facilitaría obtener beneficios en una relación siempre cuesta arriba y desigual. Sin embargo, la política interna mete la cola, algo que no debería causar alarma si el giro de Fernández fuera, de verdad, el que él desea darle a su gestión.
El problema son los costos que imponen el fuego amigo y la dictadura del corto plazo.