Este jueves 29 de junio se cumplen 40 años de la desaparición de Carlos Esponda. Ése es su nombre. Sin embargo, sus compañeros y sus compañeras lo conocían como Cócaro, Manzanita, el Sátiro o Jorge, que era su nombre de militancia en el tiempo en que era necesario preservar la identidad.
Nació en Fiske Menuco (General Roca, Río Negro), el 6 de septiembre de 1952. Era un militante político, tenía preocupaciones sociales. Militó en la JP y luego en Montoneros. Desde muy chico había perfilado esas inquietudes.
A los 14 años, siendo estudiante en el Colegio Domingo Savio, escribió un ensayo sobre la paz que mereció un premio nacional. Cuando terminó el secundario, se calzó una mochila al hombro y recorrió el norte del país. Venía de una familia a la que le gustaba mucho viajar. Se mudó a Buenos Aires y comenzó a estudiar economía en la Universidad Católica. En esos años dio sus primeros pasos como militante peronista en barrios humildes de Buenos Aires, en una parroquia en Moreno, donde actualmente una foto lo recuerda junto a otros militantes desaparecidos.
Sus compañeros de esos años porteños también recuerdan las charlas y las discusiones que tenían en el histórico Café Varela Varelita, del centro de la Capital, que muchos y muchas militantes elegían como lugar de encuentro. Cuando Oscar Bidegain fue elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires –era muy amigo de las hijas del dirigente- se mudó a La Plata y siguió estudiando economía en la Universidad Nacional de La Plata. Cuando lo secuestraron, le quedaban pocas materias para recibirse. Sabía que las ciencias económicas podían ser una gran herramienta de transformación.
Como era una mente inquieta, siempre insatisfecha, había empezado a estudiar física, algo que no tenía relación con la militancia, pero que le daba placer intelectual. Sus compañeros de estudios dicen que era muy inteligente y lo recuerdan con admiración. Sus compañeros de militancia lo recuerdan como un muchacho locuaz, muy persistente cuando intentaba transmitir sus ideas.
Tal es así que, dicen, parecía un evangelista cuando recorría los barrios intentando que la gente militara en el peronismo. Todos hablan de él como de alguien que se apasionaba y solía ser muy autoexigente en las acciones militantes que emprendía, así como con los compañeras y las compañeras que tenía a su cargo en la organización.
En los barrios donde militaba en La Plata, lo recuerdan tanto tomando mate y bajando línea como paleando barro para limpiar una zanja, construyendo una garita para el colectivo o como obrero en Propulsora Siderúrgica, donde entró a trabajar a los 23 años. El 29 de junio de 1977, Carlos, nuestro papá, estaba estudiando en casa de una compañera. Allí se olvidó un paraguas que su familia recuperó 25 años después, ya que lo habían preservado como un tesoro que en algún momento debían devolver.
Un grupo comando de civil irrumpió en el departamento donde vivían y secuestró a María, nuestra mamá, su compañera, que fue liberada 15 días después. Nosotras, de un año y medio y cinco días de vida, quedamos al cuidado de nuestra abuela materna, que estaba en la casa. El grupo permaneció allí hasta la llegada de papá: lo secuestraron antes de entrar a casa.
No pudo despedirse de nosotros. Nosotros tampoco de él.
Mamá y papá estuvieron secuestrados en la comisaría 5ª de La Plata. Después, papá fue “trasladado” y no se sabe más. Aún esperamos que los genocidas nos informen qué hicieron con él.
Si bien el retorno de la democracia comenzó con la CONADEP y con el Juicio a las Juntas, siendo Argentina un país ejemplo de justicia entre los países de Latinoamérica que habían sufrido dictaduras, el freno del proceso a partir de las leyes de punto final y obediencia debida y los decretos de indultos inició un largo tiempo de impunidad. Sin embargo, el movimiento de derechos humanos encontró formas de llegar a la Verdad y su caso fue el primero de los cientos que se iniciaron con los Juicios por la Verdad en La Plata.
Sólo a partir de un Estado que, luego de más de una década de impunidad, declaró la nulidad de esas leyes, pudimos ver que esa verdad llevaba a los genocidas a los tribunales y, luego, a las cárceles comunes. Por eso lloramos de emoción el día que Néstor Kirchner bajó los cuadros de los genocidas: simbólica y materialmente, estaba comenzando un momento tan anhelado como inesperado.
Por eso también lloramos cuando Macri habló de guerra sucia y cuando Lopérfido negó los 30.000 desaparecidos y cuando los jueces de la Corte aplicaron una ley derogada para beneficiar con el 2x1 y enviar a sus casas a genocidas que cargaban sobre sus espaldas cientos de desapariciones, violaciones y torturas. Pero no sólo lloramos, sino que luchamos día a día contra el negacionismo y la impunidad. Lo hicimos junto a gran parte del pueblo que se alzó en contra del fallo porque entiende y siente que el genocidio nos afectó a todos, en lo más profundo de nuestro ser social.
A quienes perdimos a nuestras familias con el terrorismo, la vida se nos partió. Sin embargo, la unimos con nuestro amor y con nuestras luchas por la Memoria, la Verdad y la Justicia. Por eso hoy, a nuestro padre, queremos recordarlo como luchador, como militante, junto a toda una generación que fue diezmada por los sectores de poder con el afán de lograr transformaciones estructurales que anularan, de una vez por todas, estos proyectos políticos de justicia social.
Ahí está Carlos, recorriendo las calles del Barrio Unter en Fiske Menuco. Ahí está, creciendo en el Parque de la Memoria neuquino. Está también en La Plata y en Buenos Aires, pero, sobre todo, está entre nosotros, dándonos fuerzas para seguir, y, como dijo uno de sus grandes amigos y compañeros, está para ayudarnos a enfrentar los momentos difíciles. Está más presente que nunca, él junto a los 30.000.