En una reciente participación oficial sobre “violencia institucional” el ex cura aseguró en referencia a Sergio Massa que “hay uno, a quien algunos le soban el lomo, que se fue a Estados Unidos a reunirse con la derecha más recalcitrante para buscar recetas. Se fue a buscar soluciones mágicas, que pueden reducirse a la frase “ellos ponen las balas y nosotros los muertos para no venir a laburar al parlamento”.
Sorpresa, indignación, pero fundamentalmente tristeza causa leer esa y otras declaraciones en las que, el máximo responsable de luchar contra las adicciones producto del narcotráfico, redujo a una cuestión -falsamente- ideológica el drama de cientos de miles familias argentinas destrozadas por la dramática presencia de la droga en sus hogares.
Jóvenes que de haber tenido la oportunidad podrían haber logrado sus objetivos, ahora acorralados por la marginalidad, la enfermedad y el delito. Madres y padres con sus sueños rotos. Vecinos con su seguridad y tranquilidad amenazada por la delincuencia vinculada directa o indirectamente a las drogas.
Pero esa simplificación, que intenta menospreciar la preocupación de Sergio Massa y de quienes aportamos desde el Frente Renovador nuestra voz de alerta, nuestras propuestas y el apoyo a lo que se hace bien, demuestra además el fracaso de la política oficial y una soberbia y subestimación del problema.
Argentina se encuentra en la encrucijada de su historia moderna: estamos cerca, si no se toma la cuestión del narcotráfico como cuestión de Estado, de tener que combatir a verdaderas mafias y organizaciones criminales de la dimensión de las existentes en México y Centroamérica. La expresión de chicanas de la política minúscula muestra en todo su patetismo que no hay una verdadera dimensión de la terrible cuestión a la que nos enfrentamos.
En su último documento es la propia Conferencia Episcopal la que advierte sobre aquellos que han “endurecido el corazón incorporando estas desgracias como parte de la normalidad de la vida social”. Por eso es impactante corroborar la ausencia absoluta de lo que puede denominarse desde una visión espiritual como compasión, que es la otra cara de la empatía, primera condición para asumir que hay un problema que afecta a toda la sociedad y que debe ser atendido con seriedad y sensibilidad.