El Gobierno y el escenario después de las PASO

Por Ezequiel Meler (*).- Las reacciones del gobierno con posterioridad al 11 de agosto han sido diversas, algunas han sido positivas, mientras que otras implican una insistencia en errores previos.

En términos discursivos, se ha dado una descalificación global de la oposición política, considerada banco de suplentes de un presunto grupo de titulares pertenecientes a los grandes poderes económicos, también considerados como una suerte de círculo rojo. Este elemento, propio de un pensamiento conspirativo, resulta revelador aún en su esquematismo: el gobierno siente que los empresarios y los grupos más importantes, aunque sumamente beneficiados por sus políticas, le han retirado su apoyo, y ve en ese dato, mediatizado por el apoyo de los principales multimedios a las alternativas opositoras, una de las causas de la derrota.

 

No quisiera redundar en razonamientos normativos: ciertamente no es positivo oponer representaciones emanadas de la voluntad popular a otras que pueden surgir del mundo de los intereses particulares. Toda sociedad moderna que se precie contiene elementos de ambas, y el deber del sistema político, y de la dirigencia, reside en contrapesar la una con la otra.

 

Sin lugar a dudas, las políticas económicas de los últimos tres años –que benéficamente podríamos calificar como poco exitosas- han debilitado la fe empresaria en la fortaleza de la economía. Males domésticos, como la inflación, se suman a problemas regionales, como la apreciación cambiaria y la primarización de las exportaciones, para abrir un signo de pregunta respecto del futuro de una economía que, si bien vuelve a crecer, genera dudas en torno de su sustentabilidad.

 

El Estado, por su parte, ha visto desaparecer su fortaleza fiscal y financia el gasto con emisión. Todo ello constituye un círculo poco virtuoso que refuerza la escasa convicción empresaria y se traduce en débiles iniciativas de inversión.

 

Ahora bien, deducir de estos comportamientos la existencia de iniciativas destituyentes no sólo van contra el más elemental sentido común, sino que subestima la inteligencia del electorado. En la Argentina de 2013 hay pocos conflictos laborales, no se han producido huelgas generales, no hay crisis política alguna ni corren peligro las sendas mayorías parlamentarias del oficialismo. No hay camiones parados en las rutas, no se han registrado alteraciones del orden público, ni existe plausibilidad de que ello ocurra.

 

No sólo eso: el gobierno ha enfrentado con éxito estos y otros factores sin por ello correr en momento alguno riesgo institucional: las denuncias de este tipo se reservaban antes a sectores intelectuales minoritarios, mientras que hoy constituyen la letra básica del discurso oficial. Ello computa como un retroceso cívico importante, en la medida en que pareciera no existir margen para una praxis opositora clara y abierta sin que la misma sea de inmediato denunciada como desestabilizadora.

 

No obstante el esfuerzo, la victimización no parece tener un impacto electoral –el 26% de las PASO al menos no parece en camino de una reversión notoria-. Pero sería importante contribuir, a treinta años de nuestra transición democrática, a constituir una esfera pública y una cultura política más plural y abierta al inevitable disenso propio de cualquier sociedad moderna.

 

Al tiempo que agita fantasmas inexistentes, el gobierno trata de mantener la iniciativa política, y para ello ha ideado dos tipos de estrategia. Por una parte, en su vertiente pragmática, ha decidido conceder algunas de las reivindicaciones del espectro político y gremial, como aquella que hacía al incremento del mínimo no imponible, en niveles incluso superiores a los solicitados. Con ello, ha demostrado que, pese al barullo, sigue tratando de entender la sociedad que sus políticas han generado en estos diez años.

 

Al mismo tiempo, han existido novedades importantes en materia de seguridad. Aunque en rigor algunos datos de la coyuntura no fueron diseñados para un escenario electoral, es positivo el reconocimiento, por parte de la dirigencia oficialista, de la problemática como tal, independientemente de su tratamiento mediático.

 

Ha mejorado el equipamiento de las fuerzas de seguridad. Y se ha tomado la polémica decisión de reforzar la presencia de fuerzas como gendarmería y prefectura en áreas especialmente vulnerables del conurbano y del sur de la Capital. Es de resaltar que el manejo de estas fuerzas, pensadas desde el origen para situaciones de frontera, requiere múltiples adaptaciones –la más evidente incluye el traslado de efectivos militares a la frontera-, puesto que no se trata de su función natural.

 

En materia de estrategia electoral, las modificaciones son menores. La mayor novedad reside, tal vez, en el continuo despliegue de Daniel Scioli, quien por primera vez se proyecta de manera definida como el sucesor tácitamente designado del kirchnerismo con miras a 2015.

 

Para ello, Scioli debe ciertamente recorrer un largo camino, y ha elegido iniciarlo rescatando del olvido al Partido Justicialista: la reunión del Consejo Superior del mismo, en momentos en que se discute la posible caducidad legal de su personería, es un gesto hacia los gobernadores, tratando de contener fugas hacia otros espacios en caso de que la derrota de octubre en la provincia que gobierna lo deje demasiado malherido.

 

El gesto, en rigor, consiste en ofrecer a posibles adversarios internos –excluyendo, claro está, a Sergio Massa- la posibilidad de recurrir al sistema de internas abiertas para dirimir al candidato presidencial. Claro que ello depende de la continuidad del trato benéfico que hoy le otorga Balcarce 50, pero no debería descartarse, a priori, que ese sea el mejor camino para evitar la balcanización de la oferta peronista.

 

La estrategia, ya se ha dicho, tiene su ángulo más problemático en las cifras finales que pueda alcanzar Sergio Massa. Después de todo, quien hoy es la principal figura de la política argentina con exclusión de la propia presidenta y de Scioli puede arrimar una cifra de votos capaz de colocarlo como la primera minoría detrás del Frente para la Victoria, y por encima del radicalismo. Ello le brindaría un bloque parlamentario compacto y cierta centralidad indiscutible.

 

Pero Massa, y esto también es evidente, debe decidir si su estrategia de ruptura se fundamenta en un intento de “retorno con gloria”, como sucediera con Cafiero en 1985, o bien si la misma supone la necesidad de construir apoyos propios por fuera del FPV.

 

Es considerando esta situación que el kirchnerismo trata por todos los medios de cerrar el paso a su retorno, aún teniendo en cuenta que el grueso de los dirigentes del FR son también afiliados justicialistas y presidentes del partido en el plano distrital.

 

¿Se arriesgarían a expulsarlos? ¿Tendrían el apoyo de los gobernadores en esa alternativa? Es pronto para saberlo. Todo indica que Massa se maneja con dos carpetas: una en caso de que su retorno sea posible y otra en la eventualidad de que le sea vedado. De los números finales de octubre, pero también de la capacidad del FPV de cerrar filas y contener a todos los descontentos bajo el mismo techo, depende en buena medida la suerte de un pan-peronismo que hoy aglutina a más de la mitad del electorado argentino, y a más de dos tercios en la provincia de Buenos Aires.

 

(*) Analista Político

 

Javier Milei: ficción y realidad.
El Eternauta, ayer y hoy.

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