De niveles y declives

En 1972, mientras preparaba su primera visita a China, Richard Nixon fue informado por sus colaboradores del especial interés que la historia de Francia despertaba en su par oriental, Zhou Enlai. Seguro de estar jugando una carta ganadora, Nixon sorprendió al premier chino cuando, en su primer encuentro, le pidió una opinión sobre el impacto político y cultural de la Revolución Francesa en Occidente –una línea que, podemos imaginar, es enteramente atribuible a Henry Kissinger. Sin embargo, tras meditarlo unos instantes, su interlocutor respondió “es pronto para saberlo.”

Mucho más mesurado aún debe ser el balance de las segundas elecciones primarias que ha vivido el país en la jornada de ayer. Como es evidente, el gobierno deberá trabajar mucho en los próximos tres meses si quiere, aunque más no sea, morigerar el impacto de una derrota que, a esta hora, amenaza con ser más profunda que la sufrida en 2009. En primer lugar, por lo que se reitera. Las derrotas en los distritos más importantes (CABA, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, y, sobre todo, la Provincia de Buenos Aires) caen como un latigazo sobre las expectativas oficiales, pero no son completamente inesperadas. Quizá sorprende, sí, la floja campaña en distritos en que la propia presidente había trabajado para reconstruir su propuesta, como Santa Fe, pero podemos decir que, en líneas generales, cada elemento particular de esa lista estaba presupuestado como posibilidad. Que todos se produjeran al mismo tiempo, claramente, no. Y menos con algunas diferencias tan notorias.

 

A lo que se reitera, debemos sumar lo que cambia. Las derrotas de Catamarca, Chubut, San Juan, Jujuy, La Rioja y, parcialmente, San Luis, Neuquén, Corrientes,  y Santa Cruz, hablan de un rechazo novedoso, que responde a diferentes motivos según la región del país y que, por eso mismo, resulta más difícil de corregir en tanto compone parte del eje básico de sustentación que el kirchnerismo eligió desde el origen. Por citar un ejemplo, aquí aparece cuestionada la alianza del gobierno nacional con las empresas mineras en el corredor andino, algo que no parece posible revertir en noventa días.

 

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Para quienes pensábamos que el kirchnerismo retendría un nivel de apoyo superior, es necesario confesar y reconocer, además, que la propia cifra de apoyo nacional, rondando los 25 puntos, constituye una sorpresa y un desafío político de envergadura en términos interpretativos. A diferencia de 2009, no nos hallamos en el epílogo de una profunda crisis política, como implicó el conflicto agropecuario, así como tampoco nos encontramos en el medio de una fuerte recesión económica. Antes bien, al contrario: venimos de dos años de mayorías calmadas y, si bien el desempeño económico distó de ser óptimo en 2012, los datos del INDEC nos advierten, con bombos y platillos, acerca de una fuerte recuperación en curso.

 

Pareciera que el dilema de estos días es político: el pato, nomás, está rengo, pero ello ha sido percibido antes por la ciudadanía que por la dirigencia política, con la excepción de dos o tres nombres propios. Los diez años de desgaste, el costo político de algunas medidas propias de la tercera presidencia, el nivel de rechazo social y las dificultades para instrumentar una sucesión política se han conjugado con motivos menos explorados y evidentes, que los meses venideros dejarán más claro. Pareciera esbozarse un profundo desapego social, fuera de ciertas minorías propias y ajenas, frente a un estilo político que reduce la política al conflicto, sobrepolitiza todos los espacios existentes, e insiste en imponer una narrativa de los acontecimientos que muchos argentinos, en una proporción significativa, no perciben como propia.

 

Esto no implica que el gobierno esté acabado. Por lo pronto, le queda el inmediato control de daños, al que acudirá con ingentes fondos públicos y una marcada presencia de los multimedios aliados y oficiales. Pero parece evidente anticipar que esto no alcanza. La oposición, por su parte, tiene ante sí la titánica tarea de superar su crónica dispersión regional, personal, ideológica, así como sus limitaciones de índole política a la hora de leer el tipo de alternativa que emerge de las urnas, menos basada en el rechazo que en la superación.

 

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Hay que prestar atención, naturalmente, a los movimientos del peronismo. Más un sistema que un partido, como bien ha advertido Juan Carlos Torre, el poder justicialista no ha dejado, en esta oportunidad, de pasar ciertas facturas por anticipado. Basta, para ello, con observar las listas nacionales –no mencionemos, siquiera, las provinciales. Allí donde, en 2011, la lapicera de Carlos Zanini lo había definido todo, o casi todo, ahora aparece una multitud de lápices provinciales, que -no sin borratinas- comienzan a dibujar la transición hacia el próximo mandato presidencial.

 

La “revancha de los territoriales”, clara en las provincias de la periferia tradicional, pero visible incluso en Buenos Aires bajo la sombra de Martín Insaurralde, recobra para el ámbito local la primacía que le corresponde, y renegocia las cuotas de poder con un gobierno que, si bien no está –ni mucho menos- en retirada, ha visto bajar sus acciones en estos dos años. Se viene un bienio en que el oficialismo será nominalmente el mismo, pero las negociaciones se harán más largas, y los rostros presentes de reunión en reunión serán también otros. Es el primer atisbo, sin dudas, de cambios más profundos.

 

La cifra nacional esbozada en estas primarias limita el alcance y subraya el significado que la expresión “fin de ciclo” puede adquirir en los medios opositores. Está claro que, como se confirmen estos resultados -o versiones similares- en octubre, ello hará referencia simplemente a la función ordenadora de la política criolla que porta, hoy por hoy, el apellido Kirchner. Forzada a cambiar por la imposibilidad de una reelección, la presidente deberá, desde 2015, retirarse a posiciones relativamente más modestas, que necesariamente harán lugar a algo poco visto en esta década tan adjetivada: la delegación del poder.

 

Hijos de una delegación, los Kirchner sólo supieron confiar en su propia capacidad para conducir todos los asuntos de la época cuyo final comienza a esbozarse. Conocían bien el riesgo implícito en otros modelos de construcción. Ese rasgo originario, que hasta hoy mantiene a la presidente como la “ventanilla única” de la política argentina, no da para más, aunque muchos sean, todavía, los que se empeñan en sostener lo contrario. Incluso en la rara eventualidad de un candidato negociado que cuente con el aval, el apoyo y la voluntad condicionante de la presidente, el tiempo que viene es el del cambio superador, que incorporando las nuevas demandas garantice al mismo tiempo la continuidad de los mejores aspectos de este ciclo. Quien mejor lo exprese será quien mejor sepa manejarse en la etapa que se abre desde octubre.

 

Por su parte, el pelotón territorial de intendentes y gobernadores, aunque no se comporte como un bloque y muestre notables fisuras, pondrá un alto precio, de ahora en más, a la aceptación alegre de la antes indiscutible unción presidencial. Lentamente, Cristina parece comenzar su descenso a un llano particular, donde seguramente retendrá poder, pero nada comparable con el que ha ejercido, ni tampoco con aquel, menor, que ejercerá durante dos años más. Fuera de eso, como dijimos al comienzo, es temprano para saber.

 

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