Un país en serio

En estos días se ha instalado una discusión que merece interés, acerca de cómo juzgar correctamente los diez años que pasaron. ¿Se trató, acaso, de una década ganada? Los analistas oficialistas ni siquiera dudan de ello, y recitan un festival de logros que no contiene la más mínima reflexión sobre lo que falta. Sus pares opositores, por su parte, tratando de desacreditar los supuestos logros, señalan ante todo los puntos oscuros.

Posiblemente, la verdad se encuentre a mitad de camino. Si los oficialistas se equivocan al adoptar el discurso de la euforia y el exitismo, los opositores hacen lo propio cuando descartan, sin más, los diez años que pasaron como una pérdida de la que nada cabe recuperar. Porque, con razón o no, muchos argentinos sienten que se trata de los mejores años que les tocó vivir desde el retorno de la democracia. Y porque existen muchos beneficiarios, no sólo en términos materiales, concretos de las políticas kirchneristas, que están conteniendo el aliento antes de decidir sus opciones para el próximo decenio.

 

Es dudoso, por ejemplo, que los millones de beneficiarios de las asignaciones familiares sientan que se ha tratado de una década perdida. Lo mismo vale para los nuevos jubilados, para los empresarios que recuperaron sus emprendimientos, para las familias de clase media que estaban arruinadas diez años atrás y hoy han prosperado. No fueron diez años perdidos para los organismos de derechos humanos, ni para quienes, sin pertenecer a ellos, sentimos que la democracia arrastraba una deuda, desde su primavera misma, respecto de la necesidad de memoria, verdad y justicia como fundamentos éticos para un nuevo ciclo. No fueron diez años perdidos para quienes luchamos por un Estado que haga valer su soberanía en áreas estratégicas, como la energía, ni tampoco para los que veíamos languidecer el MERCOSUR a inicios del siglo XXI. No lo fueron para aquellas parejas de un mismo sexo que aspiraban a la igualdad de derechos con el prójimo. Y así sigue la lista.

 

Tal vez haga falta salir de ese emblocamiento en décadas y pensar ciclos más cortos. Tomemos un primer ciclo: digamos, entre 2003 y 2007. Económicamente, estuvo caracterizado por la instauración de un modelo de alto crecimiento, fuerte creación de empleo, impactos redistributivos a partir de la multiplicación del consumo, y baja inflación. Políticamente, fue un ciclo igualmente inclusivo, donde la política cumplió su misión transformadora a partir de la incorporación de hombres y mujeres de distintos orígenes a un proyecto político plural, nuevo, aunque asentado sobre el firme respaldo electoral del peronismo.

 

No en vano, muchos de los logros más importantes de la década ganada, en la mirada de los analistas oficialistas, siguen quedando en esa primera etapa fundacional, de instalación. La renovación de la Corte Suprema, la reapertura de las causas judiciales por crímenes de lesa humanidad, el pago de las acreencias al FMI, la derrota continental del ALCA son ejemplos claros.

 

Pero también, hay que decirlo, fue esa la etapa en que la distribución del ingreso se hizo más notoria: cinco millones de empleos, dos millones de jubilaciones y los consiguientes emprendimientos productivos dan cuenta de un momento en que la economía cambiaba la vida de la gente. No de toda la gente, claro: como reclamaron insistentemente los voceros de los movimientos sociales, faltaban los indigentes y los pobres estructurales. Para ellos había derrame, que era mucho y poco al mismo tiempo en un país que patentaba la expresión “tasas chinas” para describir la curva de crecimiento.

 

La segunda etapa, 2007-2011, en alguna medida tenía que consolidar esos logros. Y lo hizo en parte. La economía siguió creciendo, pero con la carrera entre paritarias e inflación ya instalada como una constante en ritmo ascendente. Los incluidos eran más o menos los mismos, y el gobierno que había desarmado las políticas sociales asistencialistas heredadas del duhaldismo en nombre de la integración a través del empleo, decidió volver sobre sus pasos, generando el sistema de cobertura social que conocemos como asignación universal. Un sistema que, cabe señalarlo, a veces es confundido con las herramientas de cambio social que deberían haberlo acompañado, asegurando la inclusión vía empleo real de aquellos que apenas reciben del Estado unos pesos para seguir tirando. La AUH, que tan buenos resultados mostró sobre la indigencia, llegó poco sobre la pobreza estructural, precisamente porque la misma requiere otro tipo de trabajo, no encarado, sobre los sectores informales del mercado de trabajo, sobre la vivienda, sobre la capacitación, sobre emprendimientos productivos especialmente adaptados al capital humano disponible. Esa “sintonía fina” apareció poco y sigue faltando.

 

2007-2011 fue también el momento en que el gobierno redefinió su agenda de amigos y enemigos. Las multinacionales mineras y graníferas, los grandes exportadores, las corporaciones que dominan mercados menos simbólicos que la información, recibieron poca atención pública. Incluso algunos fueron utilizados como mecanismos de contralor de un Estado sin burocracia capacitada: así, las retenciones se cobran vía las exportadoras, y los impuestos a la minería se deducen de declaraciones juradas provistas por las propias empresas mineras.

 

En cambio, el gobierno incluyó a los medios de comunicación en su selección de objetivos. Parecía que si la política adoptada no llegaba bien no era un problema de diseño que mereciese corrección, sino uno de comunicación. Un cortocircuito de medios, y no de mensajes –y no, no es lo mismo una cosa que la otra.

 

Al mismo tiempo, la política de inclusión de nuevos actores se redujo, y de allí en más se priorizó la disciplina por sobre la calidad o cantidad de agentes. La política como herramienta transformadora se convirtió en el control de calidad ideológica de todas las declaraciones, el escrutinio semiótico de todas las palabras, e incluso de los silencios. Y al plantearse el problema de la sucesión, que es central a cualquier proyecto político, se vio el déficit: nada crece a la sombra de liderazgos vendidos como omniscientes, salvo la obsecuencia. Y todo lo que crece afuera es inmediatamente antagonizado. El margen para la autonomía, no digamos ya la disidencia, se redujo a cero. La política dejó de incorporar otras voces y se convirtió en el monótono salmo formateado que escuchamos cada vez que decide hablar un funcionario, un diputado, un periodista del gobierno.

 

El tercer ciclo vino además con la novedad del fracaso económico. El crecimiento económico se detuvo, la inflación continuó, el empleo comienza a sufrir las consecuencias. Y nadie parece tener la menor idea, o al menos el más mínimo coraje, para señalar qué cosas habría que hacer en pos de la recuperación de ese pilar básico de la vida en sociedad. Los empresarios no invierten, la capacidad ociosa se apila -llegando a un 25% según cifras oficiales-, y el futuro se ensombrece mes a mes.

 

Dadas estas condiciones, la última década parece haber perdido el rumbo que tuvo alguna vez, entre 2003 y 2007, y ahora no sabemos exactamente, ni a dónde vamos, ni cómo llegaremos. Queda, eso sí, ese gusto amargo por la promesa de un país serio, racional, previsible, que en algún momento pareció esbozarse.

 

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Javier Milei, caracterizado como Terminator

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