La muerte de Videla cierra una página porque encuentra a la opinión pública unificada en el repudio de su gobierno, consolidada en el camino de una cultura democrática que ciertamente puede profundizarse, pero que lejos se halla de cualquier dominio autoritario. La muerte de Videla llega en un momento en que ya nadie puede rendirle homenaje sin pagar un precio, y ya nadie lo hace.
El hombre que supo dominar los destinos del país durante los más sangrientos años de nuestra historia murió solo, bajo cárcel común, enfrentado a un país que no comprendía. Todavía en su última alocución no supo evitar el patetismo: convocó a sus pares “más jóvenes, que hoy promedian las edades de 58 a 68 años, que aún están en aptitud física de combatir” a cumplir con el deber de “armarse nuevamente en defensa de las instituciones básicas de la República.”
Videla no supo percatarse de que le hablaba a un Ejército que ya no existe, transformado por el doble efecto de la continuidad institucional y el recambio generacional. Un Ejército democrático, que si bien no tiene todavía un lugar claro en el diseño institucional de la República, se halla plenamente consustanciado con la misma, claro está, desde su función específica.
Tampoco encontró quien pudiera apoyarlo en el seno de una sociedad consternada por su gélido testimonio de haber mandado asesinar a “siete mil u ocho mil personas”, ordenando la sistemática desaparición de sus restos “para no provocar protestas dentro y fuera del país.” Tamaña confesión no pudo despertar empatía aún en los enemigos más acérrimos del gobierno que decidió juzgarlo nuevamente.
Es que el tiempo de Videla, como el tiempo de las dictaduras, ha pasado a convertirse en una suerte de reliquia siniestra de un pasado que nadie quiere recordar demasiado, en el seno de un país que cumplirá, en diciembre, treinta años consecutivos de democracia, consolidando, por lejos, el ciclo más largo de su historia. En este presente imperfecto, Videla es simplemente el último resabio de una época trágica.
Según datos del padrón nacional electoral, reseñados por Artemio López en una nota reciente, “el 8,6% de los votantes habilitados tendrá al momento de votar en octubre de 2013 entre 16 y 19 años, mientras que otro 10,9% recorrerá el tramo etario que va entre los 20 y 24 años. Completando el segmento de menores de treinta años, el 10,5% adicional de electores cursa edades entre los 25 y 29 años. En suma, el 30% de los electores tiene menos de 30 años, el 50,2% no llega a cumplir los 40 al momento de votar, mientras que seis de cada diez electores al ejercer el sufragio en 2013 tendrá 45 años o menos.” Se trata de hombres y mujeres que vivieron la década del 70, a lo sumo, como niños, contabilizando, en su tramo etario más alto, apenas unos quince años en 1983. Para ellos, Videla será en su abrumadora mayoría una página en un libro, o un eterno condenado, sin correlato alguno con sus vidas cotidianas. Un nombre propio que no despierta temor o simpatía, sino simplemente extrañeza y lejanía. La lejanía de un pasado que no puede sentirse más remoto.