Acaso haya que buscar en los cromosomas conservadores del ADN estadounidense la razón de lo que a esta altura podría enunciarse como "la maldición de las demócratas" y en el hecho, seguramente no casual, de que una vez más sea Donald Trump, prototipo del macho alfa, quien opere de patovica para bloquear el acceso de las mujeres al Salón Oval.
El republicano, machista y misógino sin siquiera interés por disimular, sino todo lo contrario, llegó por primera vez a la Casa Blanca en enero de 2017, después de ganar su primera elección presidencial en noviembre de 2016 gracias al sistema de votación indirecta que, como era en Argentina hasta la reforma constitucional de 1994, le permitió consagrarse aun habiendo obtenido menos votos populares que su contrincante.
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Cotillón 2016: réplicas en miniatura de Donald Trump y Hillary Clinton.
Entonces había enfrentado a Hillary Clinton, mujer blanca integrante de la élite política de Washington que llegaba con respaldo del saliente Barack Obama, de la poderosa maquinaria del Partido Demócrata y de la crema del establishment político.
No importó todo eso. El huracán Trump arrasó con todas las previsiones y frustró el hito histórico con el que se ilusionó el ala liberal de la sociedad estadounidense, la que habita en las costas, lejos de la América profunda de los Homero Simpsons.
La historia -el Partido Demócrata y la salud del presidente Joe Biden, que no resistía otra campaña ni, menos, otro mandato- reeditó ese sueño progresista este año, con Kamala Harris-mujer/negra-india/feminista- saltando de la banca con una potencia que desparramó a los hombres -un puñado de gobernadores con buenas credenciales- que bailaron la danza de nombres para el reemplazo del postulante a la reelección.
Kamala Harris for president
La casta demócrata casi no dudó: en un abrir y cerrar de ojos acordó que Harris era la indicada para frenar al "desquiciado" y volvió a apostar por una mujer para "salvar la democracia" que Trump había puesto contra las cuerdas en 2021, cuando alentó la toma del Capitolio para impugnar a las urnas, que habían consagrado a Biden -hombre/blanco/católico/heterosexual- y habían sacado al magnate del real state de la Casa Blanca, donde pretendía quedarse cuatro años más.
Trump lo hizo de nuevo: no ocultó su misoginia y descargó toda su violencia machista sobre Harris, que había logrado descolocarlo: la llamó "vicepresidenta de mierda", la acusó de presentarse como negra sin serlo y llegó al extremo de sugerir que hizo carrera en la política a fuerza de favores sexuales, una excentricidad capaz de revolver estómagos a esta altura del partido.
Está claro que no le pasó eso a la mayoría de la sociedad norteamericana: Trump volvió a ganar, pero esta vez, ocho años de reivindicaciones feministas después, sin despeinarse: el republicano, por más grotesco que resulte a los ojos del siglo XXI, ganó el voto popular y el Colegio Electoral y se hizo con el control del Senado. Inapelable.
El silencio de Kamala Harris
En la madrugada del miércoles, los grandes medios liberales estadounidenses se resistieron a aceptar la evidencia y demoraron todo lo posible la proclamación de Trump, hasta que ya no les quedó otra y cambiaron el 266 por el 277 que selló la contienda.
Al cierre de esta nota, casi en el mediodía argentino, Kamala Harris seguía refugiada en el silencio, acaso incrédula de que el macho alfa de la política estadounidense -el "desquiciado"- lo hubiese hecho de nuevo.