OPINIÓN

Aires de tormenta: lo que no ven los que la ven

Bajo la espuma del aquelarre diario, el combo de ajuste y redistribución regresiva avanza intransigente. El horizonte, no obstante, se vuelve cada vez más tormentoso.

El cortejo funambulesco del gobierno de Javier Milei instala diariamente una realidad paralela descabellada mientras silenciosos alfiles (Sturzeneger, Caputto, Bausili y los laderos de Rocca) diseñan y llevan adelante un ajuste feroz y una redistribución regresiva apabullante. Seguimos, como en época de campaña electoral, escuchando y viendo la saga de dicterios estrafalarios que parecen salidos del grupúsculo de haters amotinados en Revolución Federal. Al bullicio tuitero del Presidente se suman los exabruptos o bravuconadas de Lilia Lemoine, Diana Mondino, Manuel Adorni, Bertie Benegas Lynch y Ramiro Marra, que agitan la espuma que cubre el tablero de control donde se posan los dedos tangibles, bien tangibles, de lo que llaman mercado.

El Gobierno, en cuyas filas la vieja política y el nepotismo avanzan como manchas de aceite, insiste sin embargo con su caballito retórico de batalla: de un lado, la “gente de bien”; del otro, la “casta”. Reincide con esa lata sabiéndose beneficioso de la propaganda –en el sentido que le otorgó su fundador, Edward Bernays– oportunamente acordada con la hegemonía mediática.

Carlos Pagni lo señaló por estas horas a raíz de la postulación de Ariel Lijo para ocupar un asiento en la Corte Suprema. En una nota interesante que exhibe los alcances familiares del juez, el esclarecido periodista observó que la vieja grieta (de la que ya no se habla) entre kirchnerismo y antikirchnerismo, peronismo o antiperonismo, fue suplantada por otra, horizontal, “entre la gente y la casta". "Entre el mundo de ‘los argentinos de bien’ y el submundo de la corrupción política dirigencial”.

Pero al conceder a Milei la capacidad de “inaugurar” ese nuevo relato, se pretende vender, como se dice, gato por liebre. La opresión simbólica que acompaña a la opresión material se da en un mundo comunicacional obscenamente intervenido por el capital, y eso Pagni lo sabe. Lo que la socióloga estadounidense Shoshana Zuboff llamó “capitalismo de la vigilancia” (conglomerados de empresas de tecnología digital, como Google, que usan nuestra información privada como “fuentes de excedente conductual cada vez más predictivas”, es decir como insumo para otras empresas que pueden así prever y direccionar nuestros intereses y/o consumos), un tipo de acción que atraviesa las plataformas de las redes sociales y que ha sido utilizada para seducir voluntades o captar adherentes (recordemos, por caso, el Trollcenter del PRO utilizado como ariete crítico a opositores) instala una dinámica de producción de capital intangible sin precedentes. Si a eso se suma la ensamblada articulación con los medios dominantes de comunicación radial, gráfica y televisiva se comprende entonces la sustentabilidad de un gobierno cuyas gestiones primordiales son arremeter contra el bolsillo del asalariado y denigrar cualquier atisbo de protesta ciudadana.

Contra lo que sostienen algunos análisis sociológicos sobre el fenómeno libertario, el éxito de una propuesta como la de Milei no se asienta únicamente en las redes (ni tampoco principalmente sobre los fracasos de la democracia), sino sobre una amalgama entre redes virtuales y medios televisivos en la que los grupos de poder dominantes juegan un rol decisivo. Basta como ejemplo recordar la conjunción de intereses intelectuales de José Claudio Escribano con las gestiones revisionistas del pasado reciente llevadas a cabo por la actual vicepresidenta (ver De escribas y escribanos).

Gente de bien, multitudes

El mundo inglés subyuga evidentemente al Presidente. Su admiración por Margaret Thatcher parece ser más un modo grosero de la adulación nostálgica que una declaración de principios. Winston Churchill es otra de sus figuritas repetidas. Y Donald Trump, claro. (Escuchamos la voz desencajada de Milei en algún video que circuló por redes: ¡Oh, mister president!). Se trata de una admiración típicamente decimonónica, incluso galesa, como si el presidente hubiese quedado anclado en tiempos del Reino Unido. En términos ideológicos, el atraso de Milei llega por lo menos hasta Gustave Le Bon, uno de los padres del positivismo y autor del célebre ensayo La psicología de las multitudes (cuyos preconceptos fueron desbrozados definitivamente por Ernesto Laclau en La razón populista). En un ensayo muy anterior al conocido libro sobre las masas, titulado El hombre y las sociedades: sus orígenes y su historia, publicado en 1881, Le Bon argumentaba que la forma republicana sólo podía cobrar vigor en tierras de libertad (como la inglesa y, por corolario, la estadounidense) y no en tierras donde se bregara por la igualdad y la fraternidad (a las que denominaba “quimeras latinas”). El juicio presuponía una inducción francamente falsa: los ingleses son libres porque en su país rige el libre mercado; el tráfico de mercancías suscita la libre competencia; esta, el progreso. Palabras más, menos, es lo que Milei vocifera ciento cuarenta y tres años después como verdad revelada.

Esa vulgata positivista parece regir –como rigió el pensamiento del macrismo– la visión del Presidente. En consecuencia, las muchedumbres lo impactan no por la corporización colectiva que conllevan sino exactamente por su contrario, por el grado de distancia absoluta con su añejo concepto del liberalismo intransigente, el que discurre sobre los individuos libres o sobre la libertad de los individuos, que en este punto representan lo mismo. La multitudinaria marcha del 24 de marzo a Plaza de Mayo, histórica por la cantidad de ciudadanos que salieron a manifestarse, a Milei y los suyos les sugiere sin embargo lo desproporcionado, lo irracional, lo aberrante, para decirlo con Freud: lo patológico. Nosotros lo diríamos con un lenguaje más enraizado: la negrada. Aunque resulte inverosímil, el prisma decimonónico y positivista que opera en esa mirada cree ver un todo monstruoso (los negros) en lugar de una manifestación social de opiniones mancomunadas. En otra época se apelaba al denigrante “cabecitas negras” (hay un breve cuento de Germán Rozenmacher con ese título que sintetiza magistralmente el odio de clase).

Y lo que ven es eso, la negrada, la muchedumbre de cabecitas negras aglutinadas por sugestión populista. O morbo, según la vicepresidenta. El misreading, que en ocasiones puede resultar un dislate productivo, aquí es la consecuencia de una barrera infranqueable, un biombo de idiosincrasia victoriana que se interpone entre objeto y sujeto. Ellos, la autoproclamada gente de bien, dicen que los otros, o sea nosotros, no la ven (no la vemos). Ellos, en cambio, la ven. La gente de bien, la ve. Qué es eso que ve es una gran incógnita. Paradójicamente, los visionarios hacen gala de una ceguera porfiada, una insensibilidad bestial ante el lento pero firme proceso de combustión social que las políticas de ajuste están produciendo. El humor de la gente, para decirlo con un eufemismo neutro, se está condensando día a día, semana tras semana, en un cumulonimbus de energía social revulsiva. Basta con ir a un supermercado, subirse a un tren, visitar un club de barrio (lo que para el mileísmo resulta ajeno y desconocido, un mundo que permanece del otro lado del portal, como el lado oculto de la serie Stranger Things). La chispa o el relámpago que desate la tormenta puede ser, ella sí, de tan menuda, invisible.

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