ELECCIONES 2023

Elecciones 2023: de escribas y escribanos

Encuestadoras y columnistas se desviven por capturar una opinión que no existe.

Un ejercicio de ilustración radical sobre lo que suele considerarse opinión pública consistiría en preguntarle a Carlos Pagni, el gran columnista político del diario La Nación, a cuál de los cinco candidatos a presidente elegiría el 22 de octubre. Aún más: fundada la posibilidad de una segunda vuelta entre Sergio Massa y Javier Milei, cabría preguntarle directamente a cuál de los dos piensa votar. A ver, Pagni, ¿Massa o Milei? En esa hipotética coyuntura, existe también una salida tangente: la del sobre vacío. Si se hiciera una encuesta a los lectores habituales de Pagni sobre su inclinación política, seguramente se obtendrían dos respuestas mayoritarias: Milei y voto en blanco.

Por cierto, que los lectores de Pagni, en términos generales, no puedan imaginar una inclinación del ex investigador del Instituto Ravignani por el peronismo no es sólo resultado de una opinión inoculada –la de Pagni– sobre sus lectores, sino también el resultado de una trayectoria y, en este sentido, del carácter singular que posee su trabajo en el emporio de los Saguier. Se trata, claro, de una hipótesis incomprobable, pero no por ello menos persuasiva. Sólo hace falta ponerla en diálogo con datos fehacientes y más comprobables.

En el contexto enunciativo de La Nación, un amplio espectro en el que caben cómodamente la política, el espectáculo y, como se decía cuando Bartolomé Mitre fundó el diario, lo fashionable, la singularidad de Pagni se resuelve por una cuidada construcción de equilibrista. Entre tanto obvio brulote (entre, digamos, Joaquín Moales Solá, Diego Cabot o Jorge Fernández Díaz), sus textos se esfuerzan por arañar el objetivismo, por aspirar a la sutileza, en fin, por volcar su opinión –al fin y al cabo, de eso, y no de otra cosa, se trata– con pretendidas formas equidistantes. Es como si se resistiera a la aplanadora de la línea editorial dominante, o como si traficara su nostalgia de profesor de historia e investigador en medio de una mesa de redacción de guerrilleros. El efecto está bien logrado; en esa sinfonía de opinología facciosa, Pagni cumple su rol de escriba con precisión, muy afinado.

Con una obstinación de androide, las lides del periodismo se aferran todavía al (supuesto) anhelo de objetividad porque creen que ese añejo mascarón todavía garpa. Es como el identikit de la profesión. Para ser periodista, también hay que parecerlo. En la historia del periodismo local la idea de prensa independiente se lanzó a rodar en las páginas de los grandes diarios por 1870. Eran, desde luego, autodefiniciones. Proclamaban: somos independientes de caudillos o de partidos. En los hechos, esa independencia se mostraba sabiamente calculista, pues las remesas del Estado eran muy necesarias para mantenerse en plaza. Recién fundada, La Nación tuvo su versión del asunto, muy recordada: “La Nación será una tribuna de doctrina”, escribió Mitre en su primer editorial. La figura remitía a otra figura consagrada en la ilustración europea, la del tribunal de la opinión pública. Por entonces, todavía se creía en la filantrópica imagen del diarismo civilizando a sus consumidores (hoy La Nación, como escribió Juan José Becerra, desparrama su afán de amador periférico de las altas esferas en desopilantes caricaturas del triunfalismo criollo en el extranjero). Esa creencia se vería rápidamente desmentida: el mitrismo levantisco ante la presidencia de Nicolás Avellaneda en 1874, el rol fundamental de los diarios en la insurrección contra Miguel Juárez Celman son apenas dos claros ejemplos. Por otro lado, hay que recordar que, en la historia del periodismo mundial, u occidental, la creación de la noticia (en sentido de invención de un producto) no fue otra cosa que el descubrimiento progresivo de su valor de cambio. En Estados Unidos, modelo del periodismo comercial (la llamada penny press), el viaje sin retorno se dio hacia finales del XIX cuando, como narra el historiador Michael Schudson (Discovering the News), los redactores-propietarios se dieron cuenta de que todo, incluidas las noticias, podía convertirse en mercancía, podía venderse. Joseph Pulitzer, quien legara su nombre al prestigioso premio del periodismo noroccidental, supo combinar rápidamente en su New York World el estilo sensacionalista con el nuevo régimen de publicidad (eso también se premia). Nada nuevo bajo el sol: desde las entrañas de su historia el periodismo se debate entre venta e información, entre objetividad (factuality) y amarillismo (entertainment).

En ese debate, la prosa investigativa de Pagni se nos presenta –quiere presentarse– como una nave que avanza entre Escila y Caribdis. Pero el mito no le funciona. Al lado de su barca navega la gran nave nodriza del grupo, con José Claudio Escribano como timonel y Fernando Saguier como capitán –y una larga lista de sicarios de la pluma: basta husmear un par de párrafos de Pablo Aharonian, una especie de Edward Hyde del pensamiento de Escribano, para comprender que la táctica de correr el arco de lo decible a la derecha funciona de maravillas en las propias usinas de opinión–, una nave a prueba de todo tipo de monstruos, de los marinos de la mitología griega y de los pedestres de la política argenta.

Escribano –el escriba leguleyo– publicó, luego del homenaje a las víctimas del terrorismo realizado en la legislatura porteña por Victoria Villarroel, una larga nota tendiente a hacer pasar por novedosa una práctica del candidato libertario que en verdad nació con las redes. En 2018, dice Escribano, Milei “fue entrevistado 235 veces por la televisión y radios argentinas.” Más adelante, confirma ese protagonismo: “La televisión y la radio volvieron a privilegiar a Milei en 2022. Datos comparativos indican que disfrutó de 311.971 segundos y, por comparación, Bullrich de 218.558 segundos para difundir sus propuestas”. (Se ve que los segundos al aire de Sergio Massa o bien no merecían ni comparación, o bien a Escribano lo tenían sin cuidado). Y remata con una perla. He aquí su hallazgo: “Habiendo aceptado ser hijo de la televisión y de la radio, [Milei] se encargó de viralizar [por las redes] lo que había dicho por los medios tradicionales. O sea, prescindió de lo que han hecho otros: crear mensajes para las redes”.

En notas previas hemos ya señalado esa peculiar imbricación entre medios masivos tradicionales de comunicación y redes virtuales. Lo que Escribano señala como una supuesta agudeza por parte de Milei en el usufructo de esa relación mediática es en realidad confesión de parte de los índices que él mismo expone (muchos, muchísimos de esos segundos transcurrieron en LN+): el periodismo fabril confeccionó a medida el traje del rockstar, el resto vino por decantación. No hay que ser una luz para darse cuenta de ello. Escribano lo sabe. Y lo demuestra su lamento ante la falta de mejores representantes para su deseo de justicia: “Llama la atención –dice en esa misma columna– que haya debido esperarse la emergencia de una fuerza como la que lidera Milei para que se hable de forma clara y honrada de asuntos que la intelectualidad y la política han rehuido”. ¿Cuáles son esos asuntos? Emerge otra narrativa, dice Escribano, refiriéndose al acto de Villarroel del 4 de septiembre, “dispuesta a proclamar, como se decía en tiempos de Alfonsín, que hubo efectivamente dos demonios en la colisión entre las bandas terroristas y la represión del Estado”. Ah, ¿o sea que en tiempos de Raúl Alfonsín convivían dos relatos sin colisión? ¿Y las organizaciones de Derechos Humanos, primero, y el kirchnerismo, después, impusieron su visión unívoca ante esa convivencia pacífica donde podía pensarse en homenajear a todas las víctimas? Ah, es decir, ¿estamos ante otra manifestación de la llamada “memoria completa”? ¿Cuántos escribas hay en este país como Escribano?

A Pagni, en cambio, le preocupa otra cosa de Milei: “¿cómo va a hacer para gobernar?” Una preocupación que parece abrumarlo. De las últimas 12 notas que entregó Pagni a su empleador, es decir desde el 14 de agosto hasta el 21 de septiembre, ocho están dedicadas a Milei y sus adláteres. Una recurrencia que torna difícil la idea de neutralidad.

La opinión pública no existe: como la noticia, es otro invento sofisticado. (Hay un filósofo e historiador norteamericano, John Sommerville, que supo demostrar la arbitrariedad de la noticia diaria: esa zafra del día a día, máscara de un sistema global de producción, se monta para que lo verdaderamente importante, al menos entre mortales cotidianos, nunca aflore). No es una hipótesis, ni siquiera una consigna agorera o pesimista. De hecho, no me pertenece. La sostuvo en un clásico ensayo de los años 1970s el reconocido sociólogo Pierre Bourdieu. Era la época de auge en Francia de los modernos institutos de opinión pública (encumbrados después del 68) y, como ahora, se producían encuestas a ritmo semanal buscando captar el interés de los ciudadanos franceses a fin de evitar otro desborde como el de mayo y junio de ese año. Bourdieu criticaba las encuestas no por la calidad de sus metodologías, no por el modo de procesar los datos (en eso reconocía un avance notorio), sino por su tácito punto de partida: el creer que todas las opiniones individuales forman una opinión mayor y el creer que todos los individuos tienen una opinión, o tienen la posibilidad de manifestar o generar opinión. La única forma de expresión reconocida por Bourdieu eran aquellas opiniones realmente constituidas, movilizadas, de grupos de presión congregados en torno a un sistema de intereses explícitamente formulados. Una marcha, digamos, como la que frenó el 2x1 de la Corte Suprema en 2017. O la masiva vigilia bajo la lluvia en los tribunales cuando CFK fue citada a declarar por Bonadío. O los tractorazos del 2008 cuando se discutió la Ley de retenciones. O la que emerge de las urnas (y que las encuestadoras se afanan, infructuosamente, en prever). Los ejemplos son claros: todas esas manifestaciones difieren en origen, cantidad, fuerza, cosmovisión, compromiso, intereses en juego, etc.

Pero si no existe la opinión pública, existe la publicada, que es bien otra cosa. Y la opinión publicada sigue teniendo su agenda hegemónica hace más de veinte años (un lector atento podrá percibir la conexión entre el reclamo nostálgico de Escribano, las leyes de amnistía y los indultos y el fracasado intento de la Corte de imponer el 2x1). ¿Qué diferencia a Carlos Pagni del recientemente fallecido Mario Wainfeld (a quien estas líneas invocan, de paso, como un mínimo tributo)? Que los lectores de ambos estamos seguros cuál hubiese sido la respuesta del segundo ante la pregunta con que empezamos esta columna.

Alberto Fernández
Javier Milei y Sandra Pettovello.

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