Los ultraderechistas –unos fascistas sin contexto histórico, que en otro momento habrían sido exactamente eso, pero que hoy son convocados por las modas ideológicas del presente– intentaron crear un estado de conmoción social con la esperanza de desencadenar un golpe militar. No hicieron otra cosa desde el 30 de octubre, el día en que Luiz Inácio Lula da Silva venció por un margen mínimo a Jair Bolsonaro. De inmediato se instalaron en las calles, acamparon frente a cuarteles en todo Brasil –en especial ante el de la capital– y provocaron disturbios graves siempre con un doble plan en mente: que el Ejército interviniera para evitar un tercer mandato del izquierdista y devolver a este a la cárcel.
La saga tuvo un apogeo de terror el sábado previo a la Navidad, cuando un bolsonarista llamado George Washington de Oliveira Sousa fue detenido con las manos en la masa mientras armaba un camión de combustible para que estallara a las puertas del aeropuerto de Brasilia. La búsqueda era la mencionada: conmoción y golpe.
No se debe olvidar que Bolsonaro fomentó esos movimientos con un silencio que duró un largo día tras la segunda vuelta, como si hubiese esperado a comprobar si la chispa prendía en los cuarteles que repolitizó de un modo demencial. Al no ocurrir eso –también por falta de contexto–, se negó a reconocer el resultado, nunca dejó de hablar de “fraude”, instó a los suyos a armarse contra la instauración de una "dictadura comunista", se recluyó en el silencio, lloró en su última aparición como presidente y huyó a Estados Unidos para evitar ponerle la banda a Lula da Silva y mantenerse un poco más lejos de la Justicia.
Es una obviedad reconocer en los hechos de ayer lo ocurrido en el Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021, aunque también haya alguna diferencia. Al revés de Donald Trump, Bolsonaro no estuvo en el lugar de los hechos ni se puso al frente de los golpistas, sino que se mantuvo en su autoexilio de Florida. Sin embargo, es improbable que eso y que el repudio que ensayó a la distancia tras el fracaso de la intentona alivien demasiado a un hombre que va a rendir cuentas por actos graves durante su gobierno, desde la diseminación de noticias falsas y discursos de odio desde el propio Palacio del Planalto hasta su negligencia en la pandemia. Lula da Silva no tiene dudas sobre la autoría intelectual de su enemigo.
Un caramelo envenenado
Con un saldo de más de 300 personas detenidas, el movimiento bolsonarista fue conjurado –tardíamente– por fuerzas de seguridad que fueron sorprendidas por la asonada más anunciada de los últimos tiempos. Esa falta de reacción motiva una sospecha generalizada sobre una posible connivencia con los violentos en los cuarteles de la Policía Militar brasiliense y hasta en los del Ejército; este último tiene el monopolio de la acción en los predios que habían sido ocupados por los ultras antes de trasladarse ayer en masa a la Explanada de los Tres Poderes. No por nada Lula da Silva, quien asumió hace apenas una semana, decretó la intervención de la seguridad en el Distrito Federal, cuyo gobernador, Ibaneis Rocha, es un bolsonarista de paladar negro. Este pidió disculpas porque sabía la que se le venía: el juez del Supremo Tribunal Federal Alexandre de Moraes ordenó anoche su suspensión por 90 días.
Cabe recordar que el último acto administrativo de Bolsonaro tuvo que ver con la interna militar. El reemplazo de Marco Antônio Freire Gomes como jefe del Ejército por el general Julio César de Arruda, negociado con el equipo de transición de la administración entrante, se explicó en la negativa del primero a desalojar las tomas, e incluso, a obedecer cualquier orden de Lula da Silva.
¿La insubordinación fue solo cosa de Freire Gomes o este fue la punta de un témpano mucho más profundo, dado por la repolitización de las fuerzas de seguridad que se expresó en los últimos cuatro años en el paso de unos seis mil militares en actividad y retirados por cargos que fueron desde la vicepresidencia y la jefatura de gabinete a ministerios, secretarías de Estado, empresas públicas y organismos descentralizados?
Eso –la restauración de las Fuerzas Armadas como factor de poder, anticipada por Letra P en su cobertura de las elecciones de 2018– es el caramelo envenenado que Bolsonaro le dejó a la democracia brasileña.
La naturalización de lo anormal
Es muy difícil nadar contra la corriente de la historia. Por alguna razón, las derechas duras se ponen de moda de Estados Unidos a Brasil, de Israel a Hungría y Polonia, y de Suecia a España. ¿También en Argentina?
Acaso el auge de las redes sociales haya ayudado a personas de ideas raras a reconocerse y nuclearse, gente que tres lustros atrás habría sido considerada extravagante e inofensiva. Esa reunión creó electorados y estos “llamaron” a ciertos discursos políticos, los que ayudaron a naturalizar la crueldad y lo anormal.
¿Puede obviarse que nuestro país viene de pasar casi como si nada por encima de un intento de asesinato de la vicepresidenta de la Nación, inspirado por parientes cercanos de los brasileños que ayer hicieron el desastre de marras?
La ola no es un misterio. Una de las pocas leyes de la política indica que el empobrecimiento sostenido de los sectores medios –más si se vincula con contextos de anomia y percepción de extendida corrupción– suele desembocar en fenómenos de ultraderecha. Hay una luz amarilla en el futuro.
¿Y por casa cómo andamos?
Javier Milei, un hombre que ante la pregunta de si reivindicaba la democracia solo atinó a hablar del Teorema de la Imposibilidad de Arrow, fue votado por casi el 20% del electorado porteño, que presume de ser el más sofisticado del país. Las encuestas hoy proyectan esa cosecha electoral, casi calcada, a todo el país y ciertos análisis no descartan que un despiste de la economía panperonista pueda ponerlo en un ballotage junto a quien represente a Juntos por el Cambio.
A propósito… el mencionado teorema indica que las elecciones colectivas, al revés de las individuales, no pueden ser racionales. O sea que Milei no cree en la democracia.
Con todo, sería injusto cebarse solo con el minarquista, acaso el político argentino más explícitamente vinculado al clan Bolsonaro, pero que no es el único que comulga con sus ideas, que gusta de las consignas de "meter bala" y que torció por el ultraderechista en el segundo turno del 30-O. Quienes respaldaron entonces al excapitán –lo que incluye a buena parte de las principales referencias ultras del PRO – ya sabían quién era y que estaba siguiendo el guion criminal del falso fraude escrito por Trump. Arrow también predica en la Argentina.
Las reacciones aquí fueron inmediatas. Alberto Fernández denunció el intento de golpe y se solidarizó con su amigo Lula da Silva. Cristina Fernández de Kirchner hizo lo propio y sumó una reflexión sobre la diseminación de los discursos de odio.
En la oposición también hubo condenas, en algunos casos más convencidas que en otros. Horacio Rodríguez Larreta, quien había saludado en su momento el triunfo de Lula da Silva y la derrota de Bolsonaro, actuó a la altura de lo esperable. También Mauricio Macri, quien en aquella ocasión no había mostrado entusiasmo.
En tanto, María Eugenia Vidal eligió la reivindicación de la institucionalidad, pero más que condenar explícitamente lo ocurrido, optó por negarle el derecho a hablar a "un presidente decidido a atropellar el Poder Judicial" con un pedido de juicio político. El dégradée –vaya curiosidad– lleva sin escalas de Vidal a Patricia Bullrich, quien eligió la misma línea argumental en un tuit solitario, también sin interesarse mayormente por lo efectivamente ocurrido.
La luz amarilla titila enloquecida.