Pasada una semana exacta del inicio del tercer mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, los acampes de militantes bolsonaristas frente a varios importantes cuarteles militares, en especial el de Brasilia, persistían como una amenaza latente contra la democracia. Los ultraderechistas mantenían su reclamo de una intervención militar y hasta del arresto del flamante presidente, pero el Ejército, la fuerza que tiene el monopolio de la actuación en los predios tomados, llamativamente no había tomado suficiente nota del peligro. Como sea, los hechos se salieron de control este domingo con la invasión de miles de personas a la Explanada de los Tres Poderes y a los edificios que la circundan –las sedes de la Presidencia, el Congreso y el Supremo Tribunal Federal–, búsqueda evidente de generar un estado de conmoción que justificara, precisamente, una intervención castrense. ¿Hubo un error de cálculo, un exceso de confianza en que el simple paso de los días diluiría esas protestas o, acaso, una connivencia larvada de sectores de la Policía Militar brasiliense –como dijo el mandatario– o de las Fuerzas Armadas?
Los simpatizantes de la extrema derecha siguen convencidos de la falsa denuncia de que el sufrido triunfo de Lula da Silva en el ballotage del 30 de octubre fue producto de un fraude. Siguen, así, lo señalado por Jair Bolsonaro, quien viajó a Estados Unidos antes de la ceremonia de cambio de mando, no sin haber dicho varias veces que la población debía armarse para evitar la instalación de una “dictadura comunista” en el país.
Sin conmoción social, creen los criminales de Brasilia, no hay chances de una intervención militar. Por eso hicieron lo que hicieron, un intento que sigue al del militante bolsonarista George Washington de Oliveira Sousa, quien fue arrestado el sábado previo a la Navidad en medio de preparativos para hacer detonar un camión lleno de combustibles a las puertas del aeropuerto de Brasilia.
Uno de los saldos más lamentables del gobierno de Bolsonaro fue la repolitización de las Fuerzas Armadas y de seguridad, tanto las estaduales –las policías militares– como cuerpos federales como la Policía Caminera. Durante su gestión, unos 6.000 militares –tanto retirados como en actividad– pasaron por puestos de diferente importancia del aparato gubernamental, desde secretarías de Estado hasta ministerios, pasando por la jefatura de gabinete y la vicepresidencia. Esos cuadros, deseosos por décadas de recuperar el protagonismo interrumpido por la restauración de la democracia en 1985, acaso no deseen volver en silencio a sus funciones profesionales.
Casi al final de su mandato, Bolsonaro decretó el reemplazo al jefe del Ejército Marco Antônio Freire Gomes por el general Julio César de Arruda, una decisión que fue consensuada con el equipo de transición del líder de la izquierda. El primero, un bolsonarista fanático, no solo se había negado a desalojar el acampe frente al regimiento de Brasilia sino que incluso no estaba dispuesto a obedecer ninguna orden del Gobierno entrante. Se esperaba que De Arruda desalojara rápidamente esa amenaza, lo que no ocurrió. En paralelo a las ya señaladas responsabilidades de la policía del Distrito Federal, lo mencionado generará fuertes presiones para que explique su rol en lo ocurrido y actualiza las sospechas sobre lo que ocurre realmente en los cuarteles.
Las imágenes que llegaron de la capital brasileña recuerdan la toma del Capitolio del 6 de enero de 2021. El guion estadounidense y el brasileño son calcados: denuncias falsas de fraude, desconocimiento de la voluntad popular e intento de que una “pueblada” fanática conculcara el resultado de las elecciones.
Sin embargo, Donald Trump –el autor original de la obra– se puso ese día al frente de la multitud, la arengó a marchar al Congreso para frustrar la homologación del triunfo de Joe Biden y, aun al día de hoy, lidia con las consecuencias legales del hecho más traumático que recuerde la democracia estadounidense en décadas.
Bolsonaro se limitó a callar frente al escrutinio, sugerir su desconocimiento, condenar algunos hechos de violencia perpetrados por sus simpatizantes y, antes de la jura de Lula da Silva, autoexiliarse. Más prescindente, podría enfrentar acusaciones menos directas de responsabilidad en esta violencia, pero lo ocurrido no va a beneficiarlo, precisamente, en las numerosas causas judiciales que enfrenta.