LA QUINTA PATA

El día en que mataron a Cristina

BUENOS AIRES - Un hombre de 35 años identificado como Fernando André Sabag Montiel, nacido en Brasil pero nacionalizado argentino, disparó el jueves a la noche a corta distancia sobre el rostro de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner cuando esta ingresaba a su hogar en medio de una multitud de simpatizantes, provocándole instantáneamente la muerte y sumiendo al país en una ola de violencia y caos institucional.

 

Las principales capitales provinciales son escenario de ataques de multitudes enfurecidas a locales partidarios de la oposición y medios de comunicación, en tanto que gruesas columnas marcharon desde municipios del conurbano bonaerense hacia la capital, donde también se registran graves incidentes.

 

Ante el escenario de descontrol, los tipos de cambio paralelos registraron, en la apertura de la rueda del viernes, un alza brusca que terminó por eliminar las referencias de precio y llevó a los operadores a suspender las transacciones, mientras que la agitación popular y la represión de las fuerzas de seguridad decidieron al acorralado presidente, Alberto Fernández –cuya continuidad en el cargo peligra–, a declarar el estado de sitio.

 

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Lo anterior, que felizmente no ocurrió y por cuya exposición cruda cabe pedir disculpas a quien pueda sentirse ofendido, bien pudo haber sido el comienzo de un despacho de cualquier medio o agencia de noticias si el hombre que intentó matar a Cristina no hubiese movido de manera defectuosa la corredera de su pistola Bersa Lusber 84.

 

Los análisis contrafácticos tienen mala fama y es cierto que analizar lo que no sucedió es adentrarse en terreno peligroso. Sin embargo, a veces puede ser de utilidad recorrerlos para entender, por el absurdo, qué puso en juego un determinado acto y, hacia el futuro, cuáles son las fragilidades políticas e institucionales que urge reparar.

 

Una multitud incuantificable marchó en paz ejemplar el viernes, pero las cosas pudieron no haber sido de ese modo. El punto de partida de esta columna no solo es la hipótesis de un magnicidio concretado, sino, también, la suposición de una reacción social extrema. Si se hubiese dado lo primero, lo segundo no podría darse por seguro en dicha intensidad, pero sí conmociones que habrían involucrado –en diferentes grados– variables delicadas como la paz social, la convivencia política, el impacto de la crisis sobre la economía, el consenso democrático y la propia gobernabilidad.

 

Sigamos entonces con el ejercicio. Si –perdón de nuevo– Cristina hubiese sido asesinada en la noche del jueves, acaso Sabag Montiel habría sido víctima, a su vez, de una represalia letal in situ, lo que habría deparado conjeturas sobre una "quema de archivo" y alimentado por décadas teorías conspirativas sobre la trama del atentado.

 

Tampoco habría resultado improbable la consumación de una reacción espontánea y violenta de masas enfurecidas, de diferente fuerza. Si se siguiera esa línea, sus blancos probables habrían sido locales de la oposición y medios de comunicación, así como personas vinculadas a ambos sectores.

 

Ante ese imaginado estado de cosas, similar a lo ocurrido en varios países de Sudamérica por motivos más difusos, ¿que habría atinado a hacer el tantas veces titubeante Fernández? ¿Habría reprimido para mantener el orden? ¿Habría dudado mientras el fuego se extendía? ¿Las policías Federal y de la Ciudad habrían dejado hacer o actuado con la desmesura que se les conoce? Si todo se hubiese salido definitivamente de madre, ¿qué habrían hecho las Fuerzas Armadas?

 

De haberse desatado, el caos habría tenido, probablemente, implicancias económicas y financieras, ante las que el país está prácticamente inerme.

 

Sin Cristina, pasada la conmoción en un cierto mediano plazo, el panperonismo habría perdido su centro de gravedad excluyente y muy buena parte del respaldo social que le queda, ya muy menguado, comenzado un camino peligrosamente descendente. El debate ya no habría girado en torno de sus chances de dar pelea en los comicios del año que viene, sino, acaso, de sus posibilidades de completar el mandato.

 

El vaciamiento de la autoridad política también podría haber alcanzado a la oposición de centroderecha, señalada por mucha gente –tal como ocurre hoy– como difusora o, al menos, permisiva ante la proliferación de un discurso de odio de parte de sus componentes.

 

Como ya se ha preguntado Letra P y su newsletter, desPertar, ¿qué hizo, por ejemplo, la Policía de la Ciudad cuando un puñado de ciudadanos, sin ocupación aparente, comenzó a patrullar el centro de Buenos Aires para escrachar, perseguir y amenazar a cada dirigente peronista que se cruzara? Decir "nada" es sobreestimar la reacción de los agentes.

 

En sus negociaciones preparatorias, la Asamblea Legislativa del sábado, que terminó pactando un documento de repudio mínimo para no perder el apoyo de la susceptible alianza Juntos por el Cambio, registró discusiones sobre la propia existencia de un discurso de odio contra la vicepresidenta. Uno de quienes lo negaron fue José Luis Espert, que mandó a la prensa a leer cómo define la ONU ese concepto. ¿Por qué no hacerle caso?:

 

- "Discurso de odio es cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, en razón de su religión, origen étnico, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad".

 

¿No es Cristina Kirchner "una persona" que es objeto de "ataque" o "lenguaje peyorativo o discriminatorio" justamente "en razón de un factor de identidad", en este caso su condición de lideresa de un sector particular y mayoritario del peronismo, el ubicado a su izquierda? Las denuncias de corrupción, urge aclarar, no son algo que se esté dirimiendo solamente –como debería ser– en sede judicial y con plenas garantías procesales, sino que forman parte de una narrativa estigmatizante mucho más abarcativa.

 

Más: ¿no es, acaso, la Argentina escenario de un discurso de odio de larga data contra a todo lo que sea peronista, "negro", "populista o "planero"?

 

La cuestión se pone espinosa en este punto. Por un lado, hace a la honestidad intelectual señalar que también hay discursos de odio que emanan del peronismo y que propagan ciertos comunicadores con editoriales subidos y hashtags incendiarios. También, que algunos de sus referentes –siempre los mismos– suelen sorprender con barbaridades. Nadie es inocente, pero lo que no puede negarse es la diferencia de volumen, sistematicidad y violencia que ha imperado en sectores del antiperonismo. La anécdota, tantas veces mencionada, de los escupitajos a fotos de periodistas y dirigentes del centroderecha en un "juicio público" filokirchnerista queda, por deplorable que resulte, en ese hecho y, tal vez, alguno más. Del otro lado, han proliferado las patrullas mencionadas, la publicación de direcciones privadas en los medios, la exhibición de horcas, bolsas negras como remedos de mortajas con caretas de personas vinculadas al oficialismo, carteles que llamaban a la muerte y hasta formaciones amenazantes con antorchas frente a la Casa Rosada que incluyeron el lanzamiento de proyectiles y excrementos. ¿Hechos individuales e incluso marginales? Es posible, pero también reiterados, sin que nadie los haya repudiado y sin que las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires, donde todo ocurrió, hayan instruido a su fuerza de seguridad a tomar la más mínima acción.

 

La mano izquierda de Fernando André Sabag Montiel se movió –por suerte, con torpeza– por su propia voluntad y al cierre de esta columna nada indicaba que hubiese habido detrás de ella una conspiración amplia. Sin embargo, su intento pudo haber desencadenado una serie de hechos, como los imaginados más arriba, de enorme gravedad institucional, capaces de poner en cuestión el propio sistema democrático.

 

Afortunadamente, Cristina Kirchner está viva, pero la paz no se cuida sola.

 

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