La consigna en 2015 fue Ni una menos-Basta de femicidios, impuesta desde el hartazgo y la bronca por la serie infinita de asesinatos de mujeres por su condición de género. Nombrar las violencias que sufren las mujeres, abrazarse colectivamente, reconocerse entre la multitud, sentirse acompañadas, creer en las palabras de la otra, tomar las calles para mostrar que no era una sino todas. Eso y mucho más significó la movilización por los derechos de las mujeres más importante de la que se tenía memoria hasta esa fecha. Desde entonces, los feminismos crecieron y se multiplicaron, en las calles y en los reclamos.
En seis años se lograron las leyes de Paridad, Micaela y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la creación del Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad, un presupuesto nacional con perspectiva de género, el cupo trans en la administración pública y muchas más iniciativas que responden a la larga lucha del movimiento de mujeres en la Argentina, cristalizada en esas 500.000 personas en las plazas de toda la Argentina.
En este tiempo, las alianzas entre feministas en los espacios de decisión se hicieron visibles: las legisladoras de distintos partidos políticos rosquearon para sacar leyes que parecían imposibles; las Mujeres Gobernando formaron redes para sostenerse y avanzar contra los machismos en el Gobierno; las funcionarias del Poder Judicial se juntaron para debilitar las bases de la justicia patriarcal y hasta las empresarias y las sindicalistas empezaron a hacerse lugar en las organizaciones menos permeables a la incorporación de mujeres. Fueron pequeños y grandes triunfos impensables sin el abrazo colectivo de la marea en las calles.
Desde el 3 de junio de 2015 hasta este 3 de junio, hubo 1.733 femicidios: en promedio, uno cada 30 horas. En ese tiempo, 2.015 hijos e hijas perdieron a sus madres: cada 26 horas, alguna persona perdió a alguien cercano. Según el registro que lleva la Corte Suprema de Justicia –creado el 25 de noviembre de 2015, a instancias de la movilización masiva-, en 2020 hubo 251 mujeres asesinadas por su condición de género. Las cifras no distan de las de los últimos años.
Los femicidios son la punta del iceberg. Para terminar con las violencias extremas hay que descongelar las bases de la desigualdad estructural profundizada por la crisis económica y la emergencia sanitaria: la brecha salarial, la falta de igualdad de oportunidades en el acceso al mercado laboral, los techos de cristal.
Romper con la desigualdad
En la Argentina, antes de la pandemia, cinco de cada diez mujeres participaban en el mercado de trabajo. Ese número descendió a cuatro de cada diez en el segundo trimestre del año pasado, con medidas estrictas de aislamiento y el mayor cierre de la economía argentina. Entonces, más de un millón y medio de mujeres salieron de la actividad laboral: su participación económica cayó 8,2 puntos porcentuales, un nivel comparable al de hace 20 años, y esto empeora: en los casos de las jefas de hogar sin cónyuge y con niños, niñas y adolescentes a cargo, es decir quienes sufren aún más la sobrecarga de los cuidados, la caída fue de 14 puntos porcentuales.
El trabajo doméstico no remunerado es uno de los grandes ejes de la desigualdad. No era una demanda en 2015, pero el “ahora que sí nos ven” llegó para quedarse y los feminismos ampliaron su agenda urgente. La Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género calculó que las tareas de cuidado significan un 15,9% de aporte al PBI y que es la actividad de mayor peso, por delante de la industria (13,2%) y el comercio (13%). De ese aporte, el 76% es realizado por las mujeres.
“Es con todas”, dicen las mujeres de América latina que pelean acciones afirmativas; “Nunca más sin nosotras”, dijeron las chilenas y lograron la primera convención constituyente paritaria del mundo; “Ni Una Menos”, dijimos las argentinas en 2015 y ese paraguas nos cubrió a todas para siempre.