2021 es año electoral y, como es habitual en estos casos, medios de comunicación y elites políticas disputan agendas y sentidos. La particularidad actual es que el temario periodístico recibe una presión extra que, por peso específico, le impone el contexto pandémico.
El covid-19 cumplió su primer año como tema central del menú informativo. Sin embargo, ese largo período mostró variaciones tanto en la relevancia mediática del problema, como en los encuadres y definiciones de la situación. Ya lejos de sus inicios, cuando el enfoque sanitarista propuesto por el gobierno lograba consensos inusitados, el resurgimiento de la polarización política habilitó formulaciones contrapuestas .Excarcelaciones, salud versus economía, la cuarentena más larga del mundo, la eficacia de las vacunas y la vuelta a las aulas constituyen tan solo algunos de los modos en los que la pandemia fue encuadrada como problema público.
La novedad del momento, que no lo es tanto en un año electoral, es que los medios más importantes del país desempolvaron con pompa la agenda de la corrupción, con sus ya clásicos rasgos éticos y estéticos. Por decisión editorial e impericia gubernamental, el tema explotó con el escándalo del reparto discrecional de vacunas, relatado en vivo por radio el 19 de febrero pasado.
Desde antes de lo que se conoció mediáticamente como el “vacunatorio VIP”, los principales medios de Buenos Aires ya venían construyendo una agenda de la corrupción que tenía dos vertientes temáticas centrales: el supuesto encono gubernamental contra “la justicia” y el fixture de causas judiciales contra funcionarios y empresarios -siempre “K”- que tendrían novedades en tribunales.
El caso de las vacunas, que se inscribió en ese continuum, no sólo implicó la salida de uno de los ministros más representativos del albertismo, sino que le aportó al fenómeno una dimensión objetiva y palpable: el bien en juego fue el antídoto contra el covid, insumo escaso que, definitorio sobre la vida y la muerte, le otorgó al problema un nivel de cercanía con el sentir social que generó un proceso de victimización directa, algo inusual, aunque no inédito, en este tipo de temas.
Si la distribución de las vacunas era opaca, el resultado no podía ser más que la muerte inocente de los ciudadanos de a pie. “Se robaron las vacunas” y la menos que poco feliz demostración de bolsas mortuorias en Plaza de Mayo componen una continuidad simbólica en la que, como pocas otras veces, la relación entre corrupción y muerte se instaló casi monotemáticamente en la discusión política y periodística de las últimas semanas.
La corrupción suele presentarse mediáticamente como un escándalo político más, aunque se diferencia de otros por una serie de rasgos que la identifican. La transgresión constituye un primer elemento distintivo, en tanto implica la ruptura necesaria de una o varias normas sociales. Fundamentalmente, la transgresión implica una evaluación sobre esa ruptura que diferencia moralmente al denunciante del denunciado. En la medida en que la transgresión sea dada a publicidad, proceso en el cual los medios desempañan un rol central, el público ingresa a la discusión cuando se ve interpelado. La indignación es la respuesta afectiva que lo instituye como víctima colectiva afectada directamente.
El tercer componente distintivo de la corrupción es la controversia. Generada en un comienzo a partir de la definición de las identidades del denunciante y el denunciado, la estética habitualmente sensacionalista de la mediatización moviliza aliados y detractores que se estabilizan a partir de expresiones públicas de repudio. En términos del académico Sebastián Pereyra, la controversia puede ser definida a partir de dos componentes. El primero de ellos es la degradación presente como discurso moralizador oprobioso que reprocha y reprende. Este tipo de discurso, que realza los rasgos morales positivos del denunciante, se sustenta en la instalación de una prueba como elemento central que aporta verosimilitud y plausibilidad a la denuncia. En ese sentido, resulta pertinente aclarar que probar no implica demostrar la adecuación entre la denuncia y la realidad, sino aportar elementos que permitan formar un juicio subjetivo sobre los sucesos en cuestión.
El vacunagate constituyó un hecho político y mediático que cumplió con todos los requisitos para instalarse socialmente como un tema de discusión. Sazonado con un trasfondo de especulaciones sobre los “ataques” de los Fernández a la justicia y la proliferación de condenas y causas relacionadas con el último ciclo kirchnerista, instaló a la corrupción nuevamente en el podio de los temas más discutidos por los medios.
Dos conclusiones caben al respecto. La primera surge de una medición de la Consultora Proyección previa al escándalo que mostraba que la salud, la inflación y la situación laboral eran las -¿lógicas?- preocupaciones sociales en el inicio del segundo año pandémico. La segunda, revelada por la consultora Zubán-Córdoba post escándalo, expresa que, si bien el asunto melló la imagen gubernamental, no movió el amperímetro sobre la intención de voto ni las filiaciones políticas previas de las argentinas y los argentinos. Probablemente porque, tal como se constató durante 2019, año del último proceso electoral, la insistencia mediática con la corrupción no se traduce en efectos actitudinales claros. Por lo tanto, el desafío de las elites políticas en este nuevo año electoral será conocer y sintonizar con las preocupaciones sociales concretas que, en medio de una crisis sanitaria y económica global, no siempre transitan los mismos caminos que las portadas de los diarios o los zócalos de los canales de noticias.