Ninguna. Esa sería la respuesta breve de muchos, tanto interesados por la política internacional como indiferentes a ella, si se los interrogara sobre la utilidad de los discursos que pronuncian los jefes de Estado de todos los países miembros de las Naciones Unidas cada año ante la Asamblea General. La respuesta, se supone, sería más categórica todavía en un contexto como el actual, en el que la pandemia le impuso al foro un inédito formato virtual. Sin embargo, la mirada descarnada pierde lo importante: la ocasión brinda a los diferentes gobiernos la oportunidad de elegir cómo se presentan ante el mundo, cómo contrarrestan los prejuicios que los dañan, cuáles son las manos que tienden y qué peleas deciden librar o rehuir. Todo eso surge del mensaje que, por capricho del orden alfabético, le cupo el martes, día inaugural, a Alberto Fernández, presidente de la Argentina. Un mensaje, en buena medida, a medida del modo en que él siente el peronismo.
El mismo, de algo menos de 17 minutos, estuvo cruzado de punta a punta por el condicionamiento que supone la pandemia del nuevo coronavirus, una piedra que el Presidente siente pesada sobre sus posibilidades de concretar la visión de la Argentina que lo motivó hace un año a recorrer el camino a la Casa Rosada.
Lo sanitario fue el eje que vertebró sus palabras, entre las que sobresalió el reclamo de que la futura vacuna contra el covid-19 sea declarada “bien público global”. Sin embargo, por fuera de eso, el discurso recorrió algunos de los principios conocidos de la política exterior nacional: la apuesta por el multilateralismo, la no injerencia en los asuntos internos de los países, el rechazo a las sanciones económicas con dobladillo ideológico, la vigencia de la política de memoria, verdad y justicia como política de Estado, el rechazo al terrorismo, el repudio a la lógica especulativa del capital financiero y la sacralidad de la integridad territorial de los Estados, con el foco puesto, desde ya, en la cuestión Malvinas.
Algo inevitable: en más de un sentido, el discurso presidencial expuso las debilidades de la Argentina actual. Así, todo el combo de principios fue expresado sin altisonancias y, más bien, con sordina, como corresponde a un país impedido de incidir en los grandes asuntos.
El mensaje grabado de Donald Trump se proyectó en la sala vacía de la Asamblea General de la ONU, condicionada por la pandemia. (Foto: Reuters).
De tal modo, la defensa del multilateralismo resonó justo en la jornada en la que Donald Trump y Xi Jinping chocaron como nunca, escenificando casi una segunda guerra fría en su pelea por la hegemonía. Además, el repudio a las sanciones económicas no hizo mención concreta de victimarios –Estados Unidos– ni de víctimas –Cuba, Venezuela… ¿Irán?–. Por último, en materia de cambio climático, defendió la aplicación del Acuerdo de París y diferenció a la Argentina del Brasil negacionista de Jair Bolsonaro, sin llegar a hacer explícito ese gesto. Mejor así: el capitán, barrilete cósmico, sigue dando explicaciones sobre la sarta de frases sin sustento que soltó como una lágrima en la apertura de la Asamblea.
La cuestión de Malvinas, Georgias, Sandwich del Sur y el mar circundante, en cambio, sí resonó con la contundencia esperada, sobre todo en lo que respecta al repaso puntilloso del modo en que el Reino Unido, la potencia ocupante, desconoce las resoluciones que instan a descolonizar las islas, a dejar de depredar sus recursos naturales y a ponerle fin a la militarización de una zona de paz.
De modo subyacente a esos grandes principios, el Presidente desplegó una segunda línea argumental determinada por el modo en que siente el peronismo, la guía de su acción de gobierno: la justicia social, la adhesión “a la prédica y el ejemplo” del papa Francisco y la promoción de las políticas de género. Sí, Vaticano y género… peronismo, no lo entenderías.
La autocongratulación por la exitosa renegociación de la deuda con tenedores privados está estrechamente vinculada a ese rasgo, lo mismo que las advertencias –tenues– sobre las limitaciones de carácter social y económico que deberían regir el proceso que se abre con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En la misma línea, una innovación de su discurso fue la referencia al hecho de que, debido a la pandemia, han entrado en crisis “las clásicas métricas para determinar el acceso a los recursos para el desarrollo”, como el ingreso per capita de los países. Estos, dijo, “ya no dan cuenta de las desigualdades y realidades diversas que existen dentro de un mismo país”. Así, dado que “más el 60% de los pobres vive en países de renta media”, pareció colocar a la Argentina en la lista de los aspirantes a ayuda internacional.
Hubo también, en las palabras de Fernández, elementos con resonancias locales considerables.
Uno de ellos se vinculó con la decisión inicial de su gobierno de priorizar “la salvaguarda de la vida y el cuidado de los más vulnerables (…) con una serie de medidas de emergencia que permitieron evitar el colapso del sistema de salud y mitigar las consecuencias inmediatas de la pandemia”. Los números de contagios y muertes de los días recientes, con todo, demandarían algo más que una exposición de historia precolombina.
En la misma línea cabe ubicar su alusión al “alivio a las familias y a las empresas mediante múltiples medidas, con un Estado presente y activo”. El argumento no fue falso, pero el autoelogio contrastó con el eco del anuncio, realizado poco antes, de que el producto bruto interno (PBI) se derrumbó 19,1% interanual en el segundo trimestre.
Otro elemento que llamó la atención por su resonancia local fue la (nueva) apelación a que Irán “coopere con las autoridades judiciales argentinas para avanzar en la investigación” del atentado contra la AMIA. La mención pareció casi de rigor e incluyó el pedido “a la comunidad internacional” para que cumplimente la aplicación de “las solicitudes contenidas en las cédulas rojas” de Interpol “ante la eventual presencia de imputados en sus territorios, algo que la Argentina jamás dejó de reclamar”. Como esa cooperación no está en duda, lo significativo fue el remate de la sentencia: una nueva vuelta de tuerca para desestimar la vieja denuncia de Alberto Nisman –y todo el jugo político que algunos le sacaron durante años– y para eliminar cualquier sombra de duda sobre el accionar de Cristina Kirchner en la cuestión.