En ese contexto, se hizo cada vez más visible la postergación que sufre a la provincia de Buenos Aires (PBA), provocándole dificultades estructurales que afectan la -de por sí compleja- gestión de sus asuntos. Los números son evidentes. Su población representaba el 39% del total nacional (Censo 2010), y su participación en la economía ronda el 37% del PBI nacional. Como reverso, el 35,1% de los hogares con Necesidades Básicas Insatisfechas se localizan en la PBA (Censo 2010), especialmente en la zona del AMBA. El dato contradice la idea de que se trata de una provincia rica, dentro de una nación pobre, al menos en términos de equidad distributiva.
En materia de coparticipación, la provincia muestra una histórica tendencia decreciente. Ha perdido, de manera sistemática, en todas las negociaciones realizadas desde mediados del siglo pasado, especialmente en la previa a la Ley Nº 23.548. Esta tendencia intentó compensarse mediante el Fondo del Conurbano, que fue limitado en 1995 a 650 millones de pesos anuales, distribuyéndose el excedente hasta el 10% de lo recaudado por el Impuesto a las ganancias (que originalmente correspondía íntegramente a la PBA) entre las restantes provincias, excluyendo a la PBA. Así se llegó al absurdo de 2016, cuando todas las provincias percibieron por el Fondo del Conurbano cifras superiores a la propia PBA.
Luego de alcanzar una cifra cercana al 25% de participación en la distribución federal (1995) por aplicación del mencionado Fondo, la porción de la PBA había caído nuevamente al 18,1% en 2016. La distribución per cápita en favor de las provincias oscilaba ese año desde los $ 41.448 (Tierra del Fuego), hasta los $ 11.447 (Mendoza), mientras que la PBA recibía sólo $ 5.784 por habitante. La crónica asfixia fiscal que sufren las y los bonaerenses no deriva -a priori- de la falta de esfuerzo local o de la mala administración, sino de la distorsión de un régimen distributivo que erosiona su autonomía.
¿Por qué ha sucedido esto con la provincia de Buenos Aires? Dos factores que pueden explicarlo. El primero se vincula con la transferencia de servicios hacia las provincias -que incrementó dramáticamente el gasto público provincial-, iniciada en la década del ’70, y extendida hasta los ’90, sin que fueran acompañados por una cesión proporcional de fondos. La PBA, por su numerosa población y el peso presupuestario de servicios como salud, seguridad y educación, resultó especialmente afectada por este fenómeno.
El segundo factor que puede explicar la tendencia declinante de la PBA, es su evidente sub-representación en el Congreso nacional, donde se establecen las reglas que estructuran el federalismo fiscal. Marcelo Leiras ha observado que por el modo en que se estructura, en el cuerpo legislativo se asigna mayor valor a los votos emitidos en las provincias sobre-representadas (las de menor población), que a los emitidos en las sub-representadas, erosionándose así el principio de igualdad. Dicha sobre-representación posibilita una coalición de intereses de un grupo de provincias de baja población que influye decisivamente sobre la formación de las mayorías para la toma de decisiones en el nivel federal.
La representación igualitaria en el Senado (tres por provincia) les permiten controlar dicha cámara, origen de cualquier proyecto sobre coparticipación. Al mismo tiempo, aunque en menor medida, la sobrerrepresentación de esas provincias en Diputados es también considerable, existiendo una lógica asociación entre los intereses de un legislador nacional y los de su provincia. Así, cualquier mayoría legislativa federal requerirá del consenso de las provincias menos pobladas, pero altamente representadas. A esto se suma que, en una situación de estrés fiscal que las torne vulnerables a la presión, resultan de mayor incidencia los aportes discrecionales que puede realizar el gobierno central en las provincias más pequeñas, que en aquellas extensas y altamente pobladas, donde cualquier aporte de recursos tiene un menor peso relativo. Por ello, para el gobierno federal tiene siempre un menor costo buscar consensos con las provincias menos pobladas, de los que traería aparejados obtener los mismos votos de las provincias de mayor densidad demográfica.
Así, ciertos territorios tienden a integrar las coaliciones ganadoras a nivel federal, mientras que otros son eternamente relegados. Al ser la PBA el distrito más poblado dentro del territorio nacional -y, por ello, el menos representado-, el comportamiento de los actores del sistema federal puede explicar su histórico declive.
COPA Y CABA. Al otro lado de la General Paz, la situación es evidentemente diferente. No abundaremos en los números de una ciudad que, como es de público conocimiento, tiene un presupuesto equiparable a las grandes capitales del mundo. Pero, dada su íntima relación con el conflicto actual, debemos detenernos en cómo se inserta dentro de las reglas del federalismo fiscal.
Como sabemos, el estatus jurídico de la CABA no era, en 1988, el que tiene hoy. Por lo tanto, la Ley Nº 23.548 (Coparticipación) estableció para el distrito un mecanismo diferente al de los acuerdos que regulan la porción de las provincias, y no la incluyó en los artículos 3 y 4 que regulan las distribuciones primaria y secundaria. En su artículo 8° se dispuso que el Estado nacional entregaría, de su parte de los recursos, a la entonces Municipalidad de Buenos Aires una participación compatible con los niveles históricos. Es decir que su participación en la distribución federal no resulta de un acuerdo entre todas las provincias, sino de aquél que fija el gobierno federal unilateralmente y le entrega de su participación primaria.
Más cerca en el tiempo, ya organizado el gobierno de la ciudad con el estatus que hoy exhibe, por Decreto N° 692/02 se estableció que la participación que le correspondía por aplicación del artículo 8° de la Ley N° 23.548 sería transferida en forma automática y diaria, y por Decreto N° 705/03 se fijó dicha participación en el 1,40% de la masa coparticipable.
Así fue hasta el 18 de enero de 2016, cuando, mediante el Decreto N° 194/16, el recién electo Presidente de la Nación elevó notablemente el coeficiente de la CABA al 3,75%. Cabe recordar que en los fundamentos de aquél no se aludió en ningún momento, de manera expresa, al traspaso de la policía, ni mucho menos se exhibieron los cálculos que justificaban el incremento. Sólo se afirmó, de manera vaga y genérica, que: “…en aras de asegurar el desenvolvimiento fiscal y patrimonial que permita continuar consolidando la organización y funcionamiento institucional de la CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES y proseguir asumiendo las competencias, servicios y funciones inherentes a su régimen autónomo, el ESTADO NACIONAL entiende que para garantizar dicha autonomía resulta necesario adecuar su coeficiente de financiamiento”. Se trató de una decisión manifiestamente arbitraria y discrecional, que no fue producto del diálogo, ni contó con el consenso de las provincias.
Ante el previsible revuelo que semejante medida provocó, el 24 de febrero de 2016 se firmó el Decreto N° 399/16. Recién allí se sacó a relucir un convenio bilateral entre el gobierno nacional y la CABA, y se manifestó que los nuevos fondos serían destinados a consolidar la organización y funcionamiento de la seguridad pública. Tampoco allí se justificó la cuantía del incremento.
Finalmente, y cumpliendo con los compromisos asumidos en el Consenso Fiscal de 2017, por Decreto N° 257/18, el Presidente redujo la alícuota de la CABA, estableciéndola en el 3,50%. Es decir que, en todas y cada una de dichas oportunidades, la participación de la CABA se estableció por Decreto presidencial en ejercicio de las atribuciones otorgadas por la Ley Nº 23.548, y en ningún caso se exhibió el cálculo que justificara un incremento del 150% en los recursos destinados a la CABA, aumento que nunca se dio en la historia institucional argentina, con esa velocidad y magnitud, en beneficio de otra jurisdicción, a pesar de las transferencias de servicios que sucedieron en la década de los ’90.
UNA MEDIDA QUE REPARA LA ARBITRARIEDAD. Al contrario de sus anteriores, el reciente Decreto Nº 735/20, dedica varios párrafos a fundamentar las razones de la medida tomada y su proporcionalidad, valiéndose de cifras concretas que evidencian su necesidad. Se expresó allí que no puede omitirse que en nuestro país persisten profundas asimetrías socio-productivas; que la CABA exhibe el segundo presupuesto más importante del país en un territorio cuya superficie asciende a 203 km2 (mientras que la PBA alcanza una superficie de 307.571 km2); y que el presupuesto de la ciudad ascendió, en 2019, a $ 106.472 por habitante, mientras que el de la PBA fue de $ 53.509. Las inequidades son notables y extremadamente difíciles de justificar.
Además, se explicitó que los coeficientes adoptados por la administración anterior no se condicen con las necesidades reales para el traspaso de la policía. Por ello, se realizó una evaluación del impacto presupuestario real de las funciones de seguridad asumidas por la CABA, que resultó en un 0,92% adicional a la participación del 1,40% que tenía dicha jurisdicción antes del Decreto Nº 194/16. Esto llevaría la porción de la CABA al 2,32%, que sigue siendo un incremento notable respecto de lo que recibía hasta 2015. Se trata de una medida proporcional y de estricta justicia.
Es bueno señalar, además, a quienes exhiben números exorbitantes tendientes a fundamentar el supuesto aporte extraordinario que haría la CABA a la economía nacional, que gran parte de la tributación de las empresas más importantes del país se contabiliza allí sólo porque es donde tienen radicados sus domicilios, ya que se trata de la capital federal y centro histórico de las finanzas nacionales. Incluyendo, obviamente, que se trata de la sede del gobierno federal, con todo el movimiento económico que ello implica. Pero esto no refleja correctamente la distribución territorial de la actividad económica, que en realidad se desarrolla a lo largo de todo el territorio nacional, y no íntegramente dentro de la ciudad.
EFECTOS Y MOTIVOS DE LA DESIGUALDAD. Una investigación realizada por Carlos Gervasoni en 2011 hablaba sobre la disfuncionalidad y el impacto negativo que las reglas del federalismo fiscal argentino tienen en los índices de democracia. Partía de la premisa de que la medida en que los ciudadanos disfrutan de las libertades y los derechos políticos también está condicionada por las fronteras subnacionales, y ensayaba una interpretación rentística de ciertos tipos de federalismo fiscal.
Allí, se observaba que en aquellos distritos que disfrutan de abundantes transferencias federales, y existe un vínculo impositivo débil con los ciudadanos locales, esto impacta en los niveles de democracia. El sistema que favorece desproporcionadamente a algunos distritos genera un rentismo, que no está determinado por la abundancia de recursos naturales (como en el caso de un Estados petrolero), sino que es políticamente creado por las reglas de distribución de fondos. De ello, derivan regímenes menos democráticos, porque sus gobernantes abusan de su privilegiada situación fiscal para restringir la competencia política y debilitar las limitaciones institucionales a su poder.
Uno de los riesgos de la distribución de un fondo común en el marco de un sistema federal -tal es el caso de la coparticipación- es el debilitamiento de la “correspondencia fiscal”, ya que se distorsiona la percepción de los ciudadanos sobre la responsabilidad de los funcionarios locales. El principio de correspondencia fiscal se vincula con que toda decisión de gasto de un gobierno requiere solicitar a las y los votantes el pago de impuestos para su financiamiento. Sin embargo, los sistemas de recaudación y distribución de un fondo común pueden originar el conocido problema del common pool, que se refiere a las actitudes individualistas de los agentes involucrados en el reparto que tienden a sobredimensionar la demanda y provisión de un bien público cuando es financiado por todo el grupo, y no sólo por quienes lo reciben.
Los números demuestran que la CABA prácticamente duplica la cantidad de efectivos policiales por cada cien mil habitantes respecto de la PBA, y que sus fuerzas cuentan con un equipamiento y salarios muy superiores, motivo del actual problema. Se trata de una de las ciudades más “vigiladas” del mundo, con más de 800 policías cada cien mil habitantes, muy por encima de la cifra que Naciones Unidas ha estimado como ideal a nivel mundial (300 efectivos policiales cada 100 mil habitantes). Pero cabe preguntarse cuánto habrían demandado los habitantes de la CABA de dicho bien público si en lugar de serles transferidos cuantiosos recursos que permitieron incrementar los gastos sin control, hubieran tenido que pagar semejante fuerza de seguridad con un aumento de los impuestos locales. No es lo mismo distribuir el gasto entre 45 millones de personas, que hacerlo entre 3 millones.
De ahí que el costo con el que debería cargar el Estado federal por el traspaso de la fuerza, es equivalente a lo que costaba en el momento del traspaso efectivo, y no deberían convalidarse los incrementos posteriores que fueron decisión exclusiva del gobierno de la CABA y, por ello, deberían ser solventados con recursos propios, recaudados localmente.
SISTEMA DISFUNCIONAL. La Argentina adolece de evidentes déficits de cobertura y calidad de prestación de servicios sociales básicos, en buena medida porque la intervención estatal no alcanza a equilibrar las desigualdades regionales. Tales problemáticas se profundizan en las regiones metropolitanas híper-concentradas, como la urbanización en torno a la ciudad de Buenos Aires.
Llevamos 24 años en mora con el texto constitucional que manda a dictar una nueva ley de coparticipación que debe organizar un método distributivo que guarde relación directa con las competencias, servicios y funciones de cada nivel de gobierno, contemplando criterios objetivos de reparto que tiendan a la equidad, solidaridad y el logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional. La Argentina ya tuvo una ley (la 20.221) que distribuyó mediante parámetros objetivos durante el periodo 1973-1984. Hemos involucionado 40 años.
La coordinación entre los gobiernos para su financiamiento es una materia relevante, compleja y cruzada por permanentes disputas de poder, como la que nos ocupa hoy e involucra a los gobiernos federal, de la CABA y de la PBA. Sin embargo, el problema de fondo no incumbe sólo a estos tres actores, sino que abarca a la totalidad de los gobiernos provinciales y municipales. Es necesario buscar soluciones estructurales a un problema recurrente.
Por expreso mandato constitucional, la coparticipación debe ser regulada por una ley convenio basada en acuerdos previos, sancionada por el Congreso y ratificada por leyes locales. La interpretación que sostiene que la aprobación de las provincias debe ser unánime (cosa que la Constitución nacional no dice expresamente), es el motivo de la parálisis observada hasta hoy. Bajo ese enfoque, nos encontramos ante un juego de suma cero del cual participan 25 actores con poder de veto. Y nadie quiere volver a su provincia habiendo cedido recursos de su parte del fondo común.
Esta interpretación acerca de la unanimidad de aprobación ha sido cuestionada por reconocidos/as juristas, ya que desliza el sistema federal adoptado en la Constitución Nacional a las formas de una confederación, donde cada Estado es soberano y puede reservarse el poder de veto. Esto es claramente inadecuado a una democracia federal moderna, donde la regla para la toma de decisiones es la de las mayorías, nunca la unanimidad. De lo contrario, los Estados sufrirían una parálisis constante.
Es inconsistente interpretar que la Constitución Nacional haya regulado acuerdos que sólo tendrán vigencia en caso de ser aprobados por todas las provincias, abriendo una vía para que algunas de ellas -renuentes a incorporarse- condicionen o bloqueen el acto en su integridad. Y parece absurdo sostener que la reforma del régimen de coparticipación, constitucionalmente establecido, sea más compleja que la reforma de la propia Constitución nacional. Quizás este nuevo conflicto sirva para repensar esa interpretación que no está anclada en la literalidad del texto constitucional, y para que los actores del sistema federal puedan diseñar y debatir un régimen de mayorías que viabilice la resolución de este problema recurrente.