Desde la salida de Sergio Moro del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública de Brasil, concretada el último viernes, Jair Bolsonaro ha perdido varios atributos: una cierta aura de incorruptibilidad –o al menos una suerte de norma ISO como la que Elisa Carrió le daba en la Argentina a Mauricio Macri –, considerables puntos en las encuestas y la sensación de que, gracias al apoyo de un núcleo duro considerable, cualquier intento de destitución estaba condenado al fracaso. En su debilidad, que lo enfrenta a la oposición, a los medios más importantes, a la mayoría del Congreso, a los gobernadores, al Supremo Tribunal Federal (STF) y, ahora, al grueso de la opinión pública, el presidente se pone los guantes para trompearse con el mundo, al punto que un cierto recelo lo lleva a ensayar un equilibrio inestable incluso con quienes son, a la vez, sus principales garantes y posibles jueces de su destino: los militares.
La primera encuesta que midió el nuevo escenario fue realizada por Atlas Político y publicada por el sitio BR Político. La misma (2.000 casos, margen de error +/- 2%) muestra que la evaluación negativa del desempeño de Bolsonaro creció 6,2 puntos porcentuales en apenas diez días hasta un 64,4%, mientras que el apoyo cayó al 30,2%. En tanto, el respaldo a Moro, todo un presidenciable para 2022, afincado en la parte de clase media que sigue aclamando su rol como juez de la operación Lava Jato contra la corrupción, llega al 57,3%.
Más importante aun, el 54% respalda una destitución del jefe de Estado en juicio político, 16 puntos más que hace un año.
El trauma Moro incluyó una renuncia sobre colchón de finas sugerencias de delitos presidenciables pasibles de impeachment y hasta la difusión de chats en los medios amigos, modus operandi preferido en su etapa de juez. “Un motivo más para el cambio” de Mauricio Valeixo como jefe de la Policía Federal, le escribió, incauto, el mandatario en WhatsApp junto a un enlace de una nota de O Globo que daba cuenta de una investigación contra diez diputados oficialistas. Justamente la remoción de Valeixo fue lo que precipitó una ruptura que se venía cocinando desde hacía tiempo por lo que Moro consideraba intromisiones del presidente en su trabajo y por el alineamiento de aquel con las medidas de cuarentena contra la pandemia de COVID-19 que este rechaza.
Prevaricato, es decir una acción deliberadamente ilegal para un beneficio personal; obstrucción de justicia; falsedad ideológica por la publicación inicial en el boletín oficial, luego corregida, del decreto de destitución de Valeixo con la firma electrónica de Moro sin aval de este… todo eso y más flota en el aire. Para peor, miembros de la familia presidencial están en la mira de la justicia, como su hijo Carlos Bolsonaro, señalado como cabeza del “gabinete del odio” que se dedicaría a la diseminación de fake news. Y hasta investigan terminales que llegarían al asesinato de la concejala carioca de izquierda Marielle Franco.
Los pedidos de juicio político se incrementaron tras impacto de Moro y ya suman 27. Ante eso, la oposición intenta, de izquierda a centroderecha aunque no sin dificultades, juntarse detrás de un proyecto unificado.
Pero el del impeachment, que requiere la constatación de “crímenes de responsabilidad” cometidos en el ejercicio del poder, no sería el único medio para apartar a Bolsonaro Según la Constitución, también sería posible hacerlo a través de un proceso por delitos comunes, algo que necesitaría el voto de dos tercios de los diputados, que en ese acto suspenderían al mandatario, para que luego el Supremo proceda a juzgarlo.
¿Pero cuán viable sería su remoción? Bolsonaro está en baja, pero retiene un piso del 30% de apoyo, correspondiente a un núcleo duro que, a pesar de su carácter minoritario, indica que Brasil no está bajo la tutela un hombre políticamente desahuciado. El camino al futuro inmediato, entonces, estará adoquinado de acciones sobre la opinión pública como las que terminaron por derrumbar la popularidad de Dilma Rousseff por debajo del 10% entre 2015 y 2016, prerrequisito para una destitución lo menos traumática posible. El avance de la pandemia, pésimamente gestionada por el palacio del Planalto, es una espada que pende sobre el delgado cuello del excapaitán.
Bolsonaro, claro, buscará resistir.
Primero, traspasando la pared que tiene a su derecha, algo alarmantemente posible.
Segundo, tratando de blindarse de futuras investigaciones con el nombramiento de alguien afín en la Policía Federal. El mandatario busca designar a Alexandre Ramagem, actual director de la Agencia Brasileña de Inteligencia (Abin), jefe de seguridad en su etapa de candidato y amigo de su hijo Carlos. Como este está bajo investigación de los federales, el presidente mandó a realizar consultas sigilosas ante el STF, según informó la prensa local.
Tercero, amparándose en el favor del mercado financiero, que no vota pero puede desestabilizar. Para eso, este mismo lunes buscó terminar con las versiones sobre una posible renuncia de su ministro de Economía, el ultraliberal Paulo Guedes, a quien no solo ponderó sino que también respaldó en su puja interna por mantener la austeridad incluso en medio de la pandemia.
Es importante tener en cuenta con qué factor de poder pelea Guedes en la interna sobre más gasto o más austeridad. Es con el ala militar, que impulsa un megaplán de obra pública bajo la conducción del jefe de la Casa Civil (jefe de gabinete), el general Walter Braga Netto.
¿No es que los militares son, en su actual orfandad, los garantes de Bolsonaro? Sí y no. Te amo, te odio, dame más.
Los roces entre el presidente y los uniformados, que controlan más de la mitad del gobierno, son cada vez mayores. Además, siempre está latente la letra de la Constitución en caso de que la dinámica de los próximos meses convierta el impeachment en una tendencia imparable: transcurrida la mitad del mandato, la ausencia del jefe de Estado no gatilla nuevas elecciones sino que habilita al vicepresidente a completar el período. En este caso, el general Hamilton Mourão. ¿El deadline? 1 de enero de 2021.