El último miércoles, Brasil documentó 165 muertes por COVID-19. El día anterior habían sido 166. El lunes, 113, con la curiosidad de que el debut como ministro de Salud de Nelson Teich, un amigo de Jair Bolsonaro, incluyó un “error de carga” que, durante un par de horas, había instalado como cifra oficial un escalofriante 383. Lo de este jueves fue todavía peor: el saldo se disparó a 407.
Los medios informan sobre esta tragedia cotidiana, pero con un énfasis menor al que cabría esperar en nuestro país en un escenario análogo. Eso en parte es comprensible, dado que la población de Brasil supera en 4,66 veces la argentina, por lo que las dimensiones son percibidas de modo diferente en aquel país.
Sin embargo, hay un motivo más profundo para explicar porqué el impacto del drama humanitario parece relegado en la cobertura mediática. Con sus actitudes absurdas, con su negacionismo de ciencia y con el espejismo de que es posible privilegiar la economía por encima de lo sanitario, el exmilitar ha logrado establecer los límites del debate público.
Creomar de Souza, analista político y CEO de Dharma Political Risk and Strategy, con sede en Brasilia, le dijo a Letra P que “el presidente Bolsonaro ha tenido mucho éxito en politizar la pandemia, primero con la idea de que era necesario optar entre economía y salud pública y luego con la de que el aislamiento social no es necesario y es una suerte de dictadura. Todo eso le ha quitado espacio a una reflexión más seria sobre el número de muertos y su curva de crecimiento”.
“Lamentablemente, la prensa y los sectores organizados de la sociedad civil no tienen aún la capacidad de reflexionar sobre eso porque encuentran otras urgencias. Lo que el presidente hizo el último fin de semana quita toda atención a los temas que no sean la propia estabilidad democrática en Brasil”, añadió. ¿Qué hizo?
El último domingo realizó una de sus habituales salidas anticuarentena de la residencia oficial en Brasilia, el palacio de la Alvorada, para, en medio de una tos seca, persistente y preocupante, asegurar a una pequeña multitud de seguidores que no iba “a negociar nada” en su empeño por sacar al país de las medidas de aislamiento social decididas a nivel estadual. A su alrededor, cientos de seguidores levantaban pancartas llamando a un golpe de Estado, al cierre del Congreso y del Supremo Tribunal Federal (STF) y a la rehabilitación del Acto Institucional número 5 (AI-5), que en 1968, en plena dictadura, permitió justamente la clausura del Poder Legislativo, la intervención de estados y municipios, la suspensión del habeas corpus y la instauración de la censura.
Para peor, en Brasil se celebraba el día del Ejército y el acto se desarrolló a las puertas de un cuartel. Las Fuerzas Armadas, cada vez más influyentes, le hicieron saber a Bolsonaro de su molestia por haberlas pegado a un acto tan abiertamente antidemocrático. Mientras, el STF abrió una investigación y, como dice De Souza, los medios ponen en evidencia más temor a la legitimación del virus del autoritarismo que a la diseminación del SARS-CoV-2.
Letra P ya había advertido sobre la subestimación de las muertes por COVID-19 en la estadística oficial brasileña. Las últimas horas dejaron más indicios fuertes al respecto.
Arthur Virgílio, alcalde de Manaos, capital del estado de Amazonas, lloró en público al dar cuenta de la espantosa expansión del virus en su ciudad y animó a Bolsonaro a “que asuma las funciones de un verdadero presidente de la República”. Eso, tras haberle reprochado la respuesta que dio a los periodistas que le preguntaron sobre el número de muertes que consideraría aceptable a cambio de una normalización de la actividad: “Yo no soy sepulturero”.
En Manaos, las muertes se han triplicado en los últimos días: mientras que el promedio habitual de entierros diarios es de 30, estos se han disparado a más de 100.
La prensa brasileña señaló que de los 104 de cuerpos inhumados’ el lunes 20 en esa ciudad, solamente diez llegaron con diagnóstico de COVID-19. Otros 30 lo hicieron con el de “síndrome respiratorio agudo grave”, muy probablemente por coronavirus no detectado. Las actas de defunción de los demás directamente daban cuenta de “causas desconocidas”.
Así, como ya pasó en otras localidades, los cementerios de Manaos debieron apelar al expediente de las fosas comunes, abiertas con excavadoras.
Pero incluso si solo se toman los casos oficialmente documentados hay motivos de alarma. Así surge de un trabajo de MonitoraCovid-19, un sistema que depende de la Fundação Oswaldo Cruz (Fiocruz), designada como un instituto de referencia sobre la pandemia en América por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El mismo indica que la cantidad acumulada de decesos se duplica en Brasil cada cinco días, frente a seis en Estados Unidos y ocho en Italia y España, es decir los países más golpeados por la pandemia. Es como si Brasil hubiese logrado aplanar la curva, solo que hacia arriba.
Las excentricidades, en semejante contexto, no se limitan al jefe de Estado. Carlos Bolsonaro, hijo del mandatario, concejal en Río de Janeiro y señalado como líder del llamado “gabinete del odio”, una oficina de difusión de fake news y furia ultraderechista, subió el domingo a su cuenta de Twitter un video inquietante. En él se ve a una veintena de hombres que, al grito de “¡Bolsonaro!” lanzan una impresionante ráfaga de tiros en lo que se presume es un polígono. ¿Un mensaje?
En tanto, el canciller Ernesto Araújo decidió rebautizar al nuevo coronavirus como “comunavirus”. La innovación quedó fundamentada, por decirlo de algún modo, en un texto de lo más curioso en su blog personal, Metapolítica, en el que suele embestir contra el globalismo, esto es la supuesta instrumentalización de la globalización financiera por parte del marxismo cultural.
Peleado con factores de poder, jugando desaprensivamente con una emergencia sanitaria como el mundo no ha visto en más de un siglo y hasta poniendo bajo amenaza la democracia, Jair Bolsonaro llena casi todos casilleros para un juicio político. El que falta es el descrédito popular: aun cuando su popularidad ha caído mucho, se sostiene en alrededor del 35%, núcleo duro que él mismo fideliza con los mensajes que horrorizan al resto.
No se destituye a un presidente con esa popularidad, por menguada que parezca. Por eso la salida de Dilma Rousseff estuvo precedida por una ofensiva sistemática, que la llevó, en el momento crucial, por debajo del 10%.