Relatos de la Peste: ¡Untadores!

La peste bubónica que azotó a Milán en 1628-1629 fue descripta en detalle por Alessandro Manzoni en su novela “I Promessi Sposi” (Los Novios), publicada en 1827. No debe amedrentar al lector que tomemos una novela como fuente histórica, habida cuenta de la consideración que tienen obras similares, como el “Decamerón” de Boccacio, el “Diario del año de la Peste” de Dafoe, de “Raplh Herne” de Guillermo Hudson. 

 

“Al finalizar el mes de marzo”, escribe Manzoni, “comenzaron primero en el arrabal de la Puerta Oriental, luego en todos los barrios de la ciudad, a hacerse frecuentes las enfermedades, las muertes, con extraños accidentes de espasmos, palpitaciones, letargo, delirio, con esas enseñas funestas de cardenales y bubones; muertes, por lo general, rápidas, violentas, a menudo repentinas, sin ningún indicio anterior de enfermedad”.

 

Las autoridades afirmaron que la Peste no podía llegar; dijeron luego que eran “dolencias miasmáticas” propia de los pantanos; acusaron también a varios médicos (que avisaron) de buscar rédito económico. Terminaron por admitir lo horrible cuando fue inevitable: “los cadáveres esparcidos, o los montones de cadáveres, siempre ante los ojos, siempre entre los pies, hacían de la ciudad entera como un único mortuorio”. En esa Peste murieron 60.000 personas de una población de 130.000. ¿Por qué?

 

Uno de los aspectos más significativos del texto de Manzoni es el de la acción de los “Untatori”, llamados “untadores” en castellano. Poco antes de la aparición de la Peste, llegaron a Milán inquietantes advertencias oficiales: cuatro o cinco prisioneros franceses habían escapado, provistos de pócimas y venenos. Frente a la catástrofe, muchos creyeron que estos enemigos llegaron para dispersar en puertas, manijas, barandas y paredes de la ciudad esos ungüentos mortales, que provocaron la Peste.

 

Estos untadores, según Manzoni, “habían de ser descubiertos casi infaliblemente: todos los ojos estaban el alerta; todo acto provocaba recelo. Y el recelo se convertía fácilmente en certeza; la certeza, en furor”. Así, un anciano que limpió con su capa el banco de iglesia donde iba a sentarse fue asaltado y golpeado por la multitud. Tres turistas, por desgracia franceses, fueron atacados al apoyarse sobre una pared de mármol. 

 

Cualquiera que estuviese en el camino, el que se demora, el que descanse, podía ser un untador. El desconocido, el extraño, el sospecho, podía ser un untador. “Al primer aviso de quien fuese, al grito de un muchacho, se tocaba a rebato, se acudía; a los infelices les arreciaban piedras o, presos, se los llevaba, a fuerza de pueblo, a prisión”. Untadores.     

 

¿Cuáles eran sus motivos? “Al principio, se creía que aquellos untadores sólo estaban movidos por la ambición y la codicia; más adelante, se imaginó, se creyó que hubiese no sé qué voluntad diabólica en aquel untar, un atractivo que dominaba la voluntad”. Apunta Manzoni que una noche entró en lujoso carruaje un “gran personaje, de cara hosca y encendida, los ojos abrasadores, el cabello erizado y    el labio en gesto de amenaza”. Según varios ciudadanos, intentó corromperlos con oro para que ejerzan de untadores. 

 

Frente a la vigilancia ciudadana, los untadores cambiaron de táctica. Ahora tiraban el veneno en finos polvos que arrojaban a la cara de las víctimas o dejaban caer esos materiales durante las procesiones o reuniones que hubo en Milán para aplacar la ira de Dios. Esta práctica delictiva fue un método calificado como extremadamente eficaz, habida cuenta de los contagios y de las muertes que acaecían. 

 

“Hasta el elector arzobispo de Maguncia”, dice Manzoni, “escribió al cardenal Federico para preguntarle qué se debía creer de los hechos asombrosos que se contaban de Milán, y tuvo como respuesta que eran... sueños”. En efecto, jamás existieron los untadores. ¿Entonces?

 

Resulta que la Peste, como hecho social, modifica percepciones y actitudes. Pero además, en su horror de muerte masiva que disuelve familias, prohíbe relaciones y desgasta instituciones, también desarma la sociedad. Desaparecen las funcionalidades de cualquier organización política, económica o social.

 

Es un acontecimiento difícilmente pensable. Por eso, en el esfuerzo de racionalizar lo irracional, es común que en tiempos de Peste surja una causa explicativa: la ira de Dios por los pecados cometidos; una determinada conjunción de los astros que desata una nefasta influencia (que de allí viene la palabra “influenza”); un complot urdido por fuerzas oscuras, cuando no demoníacas, que debe ser combatido. Bien lo saben los judíos, víctimas de incontables pogroms en cada Peste que azotaba a la Culta Europa, así como los leprosos, o las mujeres acusadas de brujas. Lo extranjero, lo extraño: ajeno y peligroso. 

 

De allí que en la Milán de principios del siglo XVII, sumida en un contexto de guerra y hambruna, sobrepoblada por campesinos que huían de las batallas, era más que posible un resurgimiento de la Peste bubónica, latente en Europa desde mediados del siglo XIV. Frente a la pandemia como acontecimiento indecible, frente al absurdo de la muerte masiva y a mansalva, la racionalización a posteriori de los acontecimientos debía crear una amenaza y dotarla de una realidad, para que sea comprensible.

 

Este proceso de construcción e identificación de la amenaza, concebida como la causante de todos los males de la pestilencia, sólo pone de manifiesto los miedos de una determinada época o sector social que, transformados en odio, permiten la creación de un seudo-razonamiento frente al absurdo, por más desquiciado que parezca. La Peste pone de manifiesto lo que está latente en la sociedad, de allí la necesidad de crear realidades, y por eso mismo arraigan en el campo simbólico. 

 

Recién consideramos la situación de Milán del siglo XVII. ¿Y si analizamos el estado de la propia sociedad argentina en momentos de pandemia y cuarentena? 

 

Veremos que abundan las seudo-explicaciones en términos complotistas: desde que es un proyecto secreto de China para apoderarse del mundo, o que es fruto de la acción de Estados Unidos para liquidar a China, hasta que se trata de un virus creado en laboratorio, que, por torpeza o maldad, escapó al mundo, o alguna otra descabellada teoría. A menos que sea el siempre maldito Estado que aprovecha la situación para poner límites al libre mercado, que bien arregla solo todas las cosas; nada que qué preocuparse, dicen otros, esta Peste sólo mata viejos... y así.

 

En su carácter excepcional y gravoso, la Peste expone de modo explícito los deseos y los miedos latentes en la sociedad. Adiós al tiempo de “lo políticamente correcto”, esa figura de estilo que debía contrapesar los excesos del neoliberalismo. Para los sectores dominantes, es el tiempo de exponer a la luz del día lo que siempre construyó como amenazas y enemigos: países, clases, sectores. En la actual situación, vemos cómo son acusados de la Peste todos aquellos que puedan cuestionar una determinada relación de fuerzas, cierta distribución del ingreso, alguna particular manera de pensar. La normalidad futura es percibida como el regreso al estatus-quo anterior a la Peste. 

 

Dejemos la conclusión a Alessandro Manzoni: ... “Pues, cuando una opinión reina por largo tiempo, y en una buena parte del mundo, termina por expresarse en cualquier manera,  por intentar todas las salidas, por fluir por todos    los grados de la persuasión; y es difícil que todos o muchísimos crean durante mucho que una cosa extraña se haga sin que llegue alguno a creer que la hace”. Y que los políticos, reconocidos untadores, se bajen los sueldos de una buena vez (como bien se sabe, es el más eficaz remedio contra el Coronavirus). Así lo afirman los Illuminati. 
 

 

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