“Una nueva idea es algo que los consumidores –o votantes– no conocen aún. Por eso es que no va a surgir de ningún focus … No es posible predecir cómo va a comportarse la gente sobre la base de cómo se viene comportando”.
La cita, que no es de un consultor en comunicación política sino de Don Draper, el publicista brillante que protagoniza la serie Mad Men, parece anticipar las certezas que rápidamente monopolizaron el discurso público tras las elecciones primarias de agosto. En política –han comenzado a instruir algunos– el triunfo lo determina la creatividad de las nuevas ideas y no la técnica grisácea de los estudios de investigación. Esto es, gana quien logra configurar una oferta novedosa que no estaba en el horizonte de expectativas de los votantes, pero que contempla con ingenio sus deseos o temores. Para resumir, y sirviéndonos de la sintaxis de Jacobo Winograd, audacia mata Big Data.
En los hechos (como todo en la vida) la antinomia resulta engañosa. Marcos Peña y Jaime Durán Barba, por caso, han sabido congeniar de forma eficiente la auscultación de las tendencias en el humor social con la elaboración de un ideario innovador enquiciado sobre la consigna del “cambio cultural”. En un ambiente obsesionado con las caídas en desgracia, la figura magullada del postrero CEO de CEOs ha dejado de despertar interés. No obstante, esa celebrada transición sin escalas entre apoteosis y maldición eterna puede ayudarnos a prevenir frustraciones futuras.
Para empezar, la clave del éxito de Cambiemos en la elección del 2015 no residió sólo en la utilización hipersegmentada de publicidades de Facebook, sino en la confección de un fabuloso objeto aspiracional: una sociedad moralizada, redimida, donde no se roba ni se miente, donde los argentinos nos veremos cara a cara y no a través de enigmas, relatos, ni prepotencias. De igual modo, fue el desacople de esa dimensión ideológica, y no la excesiva o defectuosa atención a las herramientas de comunicación, lo que signó su reciente derrota.
Al compás de las distintas sequías que la política económica cambiemita experimentó y propició, la Idea (“nuestra identidad” repite obsesivamente Hernán Iglesias Illa en su libro de campaña Cambiamos) comenzó a sufrir una desertificación análoga. Como en la teología o en El Principito, el foco del discurso se desplazó hacia lo que no se ve, hacia lo que demanda menos testimonio que fe, es decir, hacia los “cimientos profundos”, la “infraestructura”, el subsuelo de la patria maltrecha y en proceso de rehabilitación.
Peor aún, la promesa del Gobierno se encuentra atascada en un loop estridente que repite sin cesar el aria un bel dì vedremo: un bello día veremos las bondades que nos deparará la purga de la sociedad, pero no todavía. Ahora de lo que se trata es de zanjar de forma definitiva el “combate por el alma de los argentinos”, la batalla final que terminará con todas las grietas. Esa suerte de pacifismo belicoso que Carl Schmitt criticaba, pues necesita de la guerra para garantizar la paz.
En suma, si la potencia ideológica y “contracultural” del evangelio trazado por el jefe de Gabinete implosionó es porque la sociedad actual se parece demasiado a la de 2015, precisamente en los planos que él supuso centrales para el cambio: la opacidad del poder, los antagonismos insustanciales entre la ciudadanía y la moralización de la adhesión política. Sin dudas, sigue habiendo malvados factores a cuya resistencia concertada podemos imputar la morosidad del desarrollo nacional: la máscara gastada de los “medios hegemónicos” o los “buitres” simplemente fue sustituida por la de los “enemigos de la república”.
Por eso, contra Don Draper, la titularidad de un acervo de ideas novedosas no basta para asegurar la idoneidad de un proyecto de poder. Al menos en el caso argentino, parsimonia mata inspiración. Queda como advertencia para el ciclo político por venir.