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En una Argentina plagada de incertidumbre política a nivel nacional, las provincias aportan certezas: los oficialismos locales triunfan. No hay sorpresas hasta aquí. San Juan, Misiones y Corrientes se suman a la larga lista. Santa Fe puede ser la excepción que confirme la regla. Veremos. Y San Luis quedará en un rango difícil de encuadrar si el Adolfo le gana al Alberto. (En todo caso, será un tema más susceptible de ser abordado por expertos en derecho familiar que por politólogos).
Quienes ganaron en la era K, con heterodoxia económica, desendeudamiento y relato en clave progresista, triunfan en la era Macri con FMI, déficit cero y relato en clave de grieta. Resulta obvio que son portadores de una inteligencia política y una capacidad de adaptación que les permite desenvolverse con eficacia en la gestión.
Sin apelar al sarcasmo sino a su condición de ganadores, todos ellos podrían preguntar: ¿que culpa tenemos nosotros si los presidentes cambian?
Conocedores de los límites de sus victorias, no aspiran a constituirse en “machos alfa” más allá de sus fronteras. Por supuesto que tienen sus preferencias y pertenencias. Pero, también, necesidades de sus distritos: deudas en dólares, subsidios de tarifas y empresas provinciales que sostener, además de algunos casos con sistemas previsionales muy exigidos. Las promesas que puedan arrancarles a los candidatos en campaña son, lo saben muy bien, relativas. En el trance de una presidencial cuerpo a cuerpo, las concesiones discursivas suelen ser más generosas que las posteriores a calzarse la banda. Las campañas se hacen en verso, pero se gobierna en prosa. (Aquí el Presidente cuenta con un atributo diferencial: puede otorgar pagos a cuenta en el presente. Su desventaja es que ya hizo público que en un eventual segundo mandato se propone “avanzar más rápido en la dirección correcta”. Bajo su tutela, el horizonte promete más ajuste. Quizás el pan de hoy traiga el hambre del mañana).
Mirando la situación desde la óptica del próximo inquilino de la Casa Rosada, enfrentarse a gobernadores relegitimados y establecidos anticipadamente es arrancar en desventaja. Sobre todo, cuando no se pueden descartar fallos de la Corte que traigan malas nuevas para el ya castigado presupuesto público nacional. Quien sea consagrado para el sillón de Rivadavia - novel o reelecto, da igual - sabe que entre las primeras audiencias lo esperan los técnicos del Fondo, ansiosos de presentar sus recordatorios. Y un Congreso dividido, sin mayorías determinantes.
Esta es la cartografía del poder que se está configurando. Cuando los videos de WhatsApp terminen olvidados en los grupos de chats, las redes fatigadas de trolles hayan agotado todas las respuestas emocionales, los efectismos del obligado debate se evaporen y el escrutinio haya concluido, se necesitará de mucho capital político para afrontar la herencia de la herencia y enhebrar con habilidad los intereses y las necesidades cruzadas que se han ido eslabonando a lo largo de este 2019 de estanflación.
La agenda 2020 recordará una obviedad: que los votantes a gobernador y a presidente son los mismos aunque lo hagan en turnos separados y con motivaciones diferentes. Y que su condición de habitantes y contribuyentes de la Nación Argentina los expone al dilema de la manta corta.