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El anuncio de la fórmula Fernández-Fernández despertó tanta sorpresa como recelo. La expresidenta –muchos sospechan– habría montado un escenario propicio para desplegar sus habilidades de gran titiritera. En argot criollo, Alberto Fernández no sería más que el Chirolita de Cristina Fernández. Interesado o no, es innegable que el enfoque del títere inerme y su rectora prende bien en una opinión pública demasiado afecta a las conjuras. Esa fascinación por la astucia esotérica ignora, empero, la misteriosa dinámica que opera en la ventriloquia. Mejor dicho, pasa por alto dónde está el verdadero hechizo.
Por supuesto, cualquiera sabe que es el ventrílocuo quien hace hablar al muñeco. Pero ese mismo muñeco cuenta, en paralelo, con una idiosincrasia particular. Para empezar, dice cosas que su portador jamás diría. No es su representante, sino que habla en nombre propio, con voz propia, como un artificio que se autonomiza de su artífice. En los hechos, el ejercicio teatral del ventrílocuo funciona dentro de un campo limitado de posibilidades. Existen ciertos rasgos marcados, ciertas conductas esperadas, ciertos pareceres propios del muñeco que conforman su "personalidad" y que resisten el arbitrio del artista. En otros términos, la espontaneidad del manipulador se ve siempre restringida por pautas que, si bien difusas, son ciertamente palpables.
Más aún, tal cual lo argumenta el filósofo David Goldblatt, un resultado posible en este proceso simbiótico es que el muñeco absorba completamente nuestra atención y asuma el rol de protagonista, propiciando el retraimiento total de su portador y, en definitiva, dificultando el juicio sobre quién es Chirolita de quién. Advertir esta equivocidad en la relación entre ambos es imprescindible para superar las hipótesis insidiosas que abundan en la argumentación política cotidiana.
En resumen, aún si nos sirviéramos de dicho enfoque (cuestionable, por cierto) para dar cuenta de la relación entre Alberto y Cristina Fernández, sería incorrecto pasar por alto las reglas que la representación dramática le impone a los actores para garantizar su verosimilitud. Después de todo, tanto la política como el teatro presuponen de parte de su audiencia la suspensión de la incredulidad. La ventriloquia es un juego dialógico en el que los condicionamientos son bi-direccionales.
Ya en el arte románico existía una conciencia formidable de esta independencia de la figura respecto de su autor. El historiador Horst Bredekamp explica que en el alto medioevo el artista no firmaba, sino que delegaba su voz en el artificio. Así es como uno de los ángeles esculpidos en la iglesia francesa de Sainte Foy de Conques nos confiesa por medio de una inscripción: ‘El maestro Bernardo me hizo (magister Bernardus me fecit)’. Conscientes de que su obra los sobreviviría, los artífices elegían desentenderse de la primera persona, dejando a sus figuras el protagonismo del habla. ¿Dirá Alberto, también, ‘Cristina me hizo’? En tal caso, signaría menos una relación de subordinación que el comienzo de una nueva centralidad política. Ahí se encuentra el hechizo.