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El consumo de bienes y servicios culturales a través de internet está creciendo marcado por una tendencia positiva e irreversible. Así lo demuestran las múltiples encuestas. Y hasta una simple observación en la calle podría confirmarlo.
Más allá de las oportunidades que la digitalización e internet promovieron con la caída de los costos de producción y distribución para los creadores de las obras intelectuales, por un lado, y los nuevos modos de acceso y usos por parte de los usuarios, por otro; también irrumpieron tormentas sobre las regulaciones del mercado de la comunicación y la cultura.
Estos cimbronazos los podemos traducir en:
-La incapacidad de predecir las prácticas de consumo;
-La dificultad para monetizar los contenidos;
-El desequilibrio en la distribución de los beneficios entre los creadores, la industria y los gigantes digitales;
-La actualización del marco normativo.
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DE PIRATA A CONSUMIDOR. Desde los noventa a esta parte las industrias culturales tradicionales han explorado estrategias para adaptar sus modelos de negocio. En un primer momento dieron una batalla ardua contra los usuarios. El usuario ha sido etiquetado como un pirata que se apropiaba, sin permiso, de su obra intelectual. Pero los usos y las prácticas culturales alcanzaron tal dinamismo que obligaron a readaptar su estrategia.
La figura del usuario como pirata ha sido construido como un “inmoral”, pero este usuario como consumidor es “virtuoso” desde una mirada del mercado. Por lo tanto, el sector corporativo ha comprendido que la generación de valor debe estar centrada en la audiencia a través de capitalizar su experiencia en el consumo, la cual se puede identificar con mayor precisión. Sin embargo, sus prácticas de consumo son más volátiles y difícil de predecir.
LA MONETIZACIÓN DE LOS CONTENIDOS. El nuevo embate emerge entre los gigantes digitales (Google, Facebook, Netflix, Spotify) y los sectores tradicionales. Estos últimos reclaman un equilibrio entre quienes invierten en la producción de contenidos y quienes monetizan la explotación. No obstante, de manera conjunta han moldeado los comportamientos de los usuarios.
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En los últimos años ha disminuido la bajada de contenidos a la computadora. Y los datos muestran un alza del streaming, por ejemplos el sector de la música y audiovisual. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Consumos Culturales de 2017, los datos sobre el consumo cultural digital son ilustrativos. Mientras que en 2013 el 16% escuchaba música online, en 2017 registró un 44%. Y la descarga de música cayó 10%. En materia de películas y series los sitios para ver online pasaron a utilizarse con mayor frecuencia. En este caso, el consumo pago por internet está fuertemente vinculado al nivel socioeconómico (NSE). El 53% del NSE alto paga por Netflix u otra plataforma, mientras que el medio bajo solo el 11%. En parte se explica porque este OTT opera con clientes bancarizados.
Por otra parte, la industria periodística avanza en un modelo de suscripción pero con menor éxito comercial. De ahí la exigencia de una ley que avance más allá del derecho de autor y genere ingresos. En esta dirección, la industria de la prensa europea ha vencido a los gigantes digitales tras la modificación de la ley de derecho de autor.
EL MARCO NORMATIVO. Las nuevas relaciones que se tejen entre los autores, las empresas y el público en el entorno digital están definidas bajo categorías y códigos diferentes a los marcos normativos vigentes. Y las principales industrias culturales fueron las primeras en allanar el camino.
Durante la década del noventa ejercieron un lobby intenso a escala global para tejer legislaciones que protegieran sus intereses. En 1994 los Estados firmaron los Tratados de Libre Comercio (TLC) en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y en 1996 los Estados acordaron los Tratados de Internet en el seno de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) perteneciente a la UNESCO. Muchos países reacomodaron sus marcos regulatorios ante la presión de la firma de los TLC. Estos mecanismos ponderaron a los titulares de las obras por sobre los autores y creadores con una legislación orientada hacia un perfil comercial y técnico.
Por otra parte, en septiembre, el Parlamento Europeo aprobó la modificación de los artículos 11 y 13. Mientras asociaciones civiles como www.internautas.org están en contra porque sostienen que es una censura a través del filtrado de los contenidos y un golpe para una internet libre y abierta, el sector corporativo celebra la medida porque establece límites a la hora de enlazar publicaciones y los gigantes digitales deberán supervisar que no se vulneren los derechos de autor. Asimismo, deberán compensar por compartir fragmentos de los contenidos informativos. Wikipedia y las plataformas sin ánimo de lucro quedarán exentas.
Ahora bien, ¿qué pasa en la legislación argentina? La ley de propiedad intelectual N° 11.723, que data de 1933 aunque con modificaciones posteriores, plantea el derecho exclusivo sobre la obra a los autores y/o titulares por 70 años post mortem del autor. El acceso a la obra sin permiso del autor o titular constituye un delito del tipo civil y penal por lo cual diversas organizaciones consideran una medida desproporcionada.
Desde el paradigma de la libertad de expresión se sostiene que el acceso a las obras contribuye a mejorar la calidad de los debates públicos y la vida institucional. En esta dirección, asociaciones civiles plantean fortalecer la legislación a partir de garantizar mecanismos en torno a la doctrina del fair use o "usos justos".
En 2017 la Dirección Nacional de Derecho de Autor (DNDA), que depende del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, lanzó un debate público para actualizar la ley de propiedad intelectual. En dicha iniciativa, los participantes respondieron una serie de preguntas para reflexionar sobre los aspectos a modificar y/o actualizar. No obstante, pocos avances hubo en la materia para armonizar las asimetrías.
El consumo cultural en internet crece vertiginosamente por lo cual la complejidad del escenario exige retomar este debate y ampliar las miradas sobre cómo regular el mercado de la cultura. El peligro que suscita ante el sigilo del Estado es un avance subrepticio de un marco normativo en detrimento del ejercicio de la libertad de expresión y el acceso a la cultura.