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El fenómeno Bolsonaro: Bolsa Familia sí, cambio de género no

Por qué el ex militar racista y misógino es favorito para ganar las elecciones presidenciales del domingo. La impopularidad de la agenda de género y la herida por la corrupción que sangra en el PT.

Señales de alarma en el mundo y en la región. A pocos días de la elección presidencial en Brasil, el favorito para ganar el primer turno y con grandes posibilidades de ganar en la segunda es el ex capitán Jair Bolsonaro, quien cimentó su campaña en una mezcla muy latinoamericana de propuestas de mano dura, políticas pro mercado y perfil anticorrupción.

 

Para espanto de la clase media que adscribe a los valores progresistas, Bolsonaro tiene, además, un perfil machista, racista y anti agenda de género que – teorema de Baglini mediante - ha tratado de moderar al ritmo de su crecimiento en las encuestas pero que no ha sido, hasta ahora al menos, el lastre que pregonaban muchos analistas políticos y periodistas.

 

Bolsonaro es diputado y representante del derechista Partido Social Liberal, cuyas siglas y cuya calificación ideológica, como suele suceder en Latinoamérica, dicen mucho, pero explican poco.

 

 

¿Cómo llegó Bolsonaro, quien durante años e incluso cuando comenzó la campaña electoral era un personaje marginal de la política brasileña, a quedar a un paso de ser el nuevo presidente?

 

Ya está claro que, ante la opción de que vuelva el PT, el mercado lo elige como el mal menor, sobre todo, después de que Bolsonaro se desprendiera rápidamente de su pasado proteccionista y se abrazara a las políticas pro mercado eligiendo a un economista liberal como su referente económico.

 

Pero no es ésta la única explicación a su crecimiento, porque, además, el establishment brasileño no está, al menos de cara a la primera vuelta, uniformemente de su lado. Incluso la prensa hegemónica lo ha atacado bastante en los últimos días. Las razones son más profundas.

 

En principio, hay un clima de época. Cuando parecía que el mundo se encaminaba indefectiblemente hacia una globalización que combinaba economía pro mercado con políticas valóricas progresistas, el Brexit primero y la elección de Donald Trump después, mostraron que todavía el viejo mundo se resiste a morir y el nuevo no termina de nacer.

 

Bolsonaro tiene un perfil machista, racista y anti agenda de género que ha tratado de moderar al ritmo de su crecimiento en las encuestas.

A la luz de estos dos procesos emergieron o se potenciaron otros, como la irrupción de líderes y partidos políticos nacionalistas en la Unión Europea (que paradójicamente venía a terminar con los nacionalismos, entre otras cosas) el rechazo al acuerdo de Paz con las Farc en Colombia y el triunfo de Andrés López Obrador en México, que no ganó por su ideología filo izquierdista sino, sobre todo, por su condición de antisistema.

 

¿Que tienen entonces en común líderes actuales como Trump, López Obrador, Victor Orban, Vladimir Putin, Recep Erdogan y Xi Jinping? Que representan el papel del líder de la manada, la figura del caudillo fuerte que lidera a su pueblo con mano de hierro y que, fundamentalmente, están lejos de esa visión globalista edulcorada del dirigente político liberal, afín a la libre competencia, a la alternancia republicana y a los valores políticamente correctos como si lo son Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Angela Merkel.

 

Bolsonaro encaja perfectamente en esa lista, como podría haber encajado tal vez un remixado Lula Da Silva, pero su encarcelamiento le impidió participar de la elección y lo llevó a elegir como candidato alternativo a un profesor de filosofía como Fernando Haddad que está lejos de estos perfiles.

 

 

 

En segundo lugar, el deterioro electoral del poderoso Partido de los Trabajadores por la ofensiva judicial anticorrupción desatada en Brasil (y en la región) está lejos de detenerse. La opaca gestión de Michel Temer, que no solo no logró superar el estancamiento económico heredado de Dilma Rouseff sino que, además, profundizó los índices de desempleo y de desigualdad, le dio aire a Lula y a su partido, pero el enojo de muchos ex votantes del PT con la corrupción imperante en la década que gobernaron sigue vigente.

 

Pero, claro, la corrupción no fue patrimonio exclusivo del PT, sino que abarcó a todo el sistema político y empresarial. En consecuencia, el descrédito alcanzó no solo al Partido de los Trabajadores, sino también a sus ex aliados del PMBD – Temer se va con índices Guinness de impopularidad - y a sus tradicionales rivales del PSDB, hoy estancados en un lejano cuarto puesto en las encuestas de la mano de la candidatura de Gerardo Alckmin, candidato este sí del establishment local y global.

 

El descrédito de la política aúpa Bolsonaro: su condición de diputado de un partido minoritario y de ex militar le da cierto aura de impoluto por no ser del todo un “político”.

En ese descrédito de la política se aúpa Bolsonaro, a quien, justamente su condición de diputado de un partido minoritario, lo coloca en los márgenes de ese sistema y a quien su condición de ex militar le da cierto aura de impoluto por no ser del todo un “político”.

 

Aquí aparece ahí un tercer factor: la dictadura militar brasileña, que gobernó el país entre 1964 y 1984, no tiene en Brasil el descrédito que, por ejemplo, tiene en Argentina. Entre otras razones, porque el nivel de represión interna fue notablemente menor (Brasil tiene denuncias por 400 desaparecidos), porque además la dictadura brasileña fue activa promotora de la industrialización de Brasil (en Argentina, lo contrario) y porque supo guardar ciertas formas republicanas como, por ejemplo, un parlamento que, aunque controlado y con la exclusión de fuerzas de izquierda, siguió funcionando incluso con elecciones “democráticas” de los representantes.

 

Entonces, no solo no le resta a Bolsonaro reivindicar la dictadura militar, como lo hace, sino que, además, ante el desprestigio del sistema democrático iniciado en 1984 – anotar también en el debe la destitución por corrupción de Fernando Collor de Mello en 1992 – le suma votos en sectores no solo nostálgicos de la dictadura, sino aquellos que no la terminan de percibir como algo negativo e incluso así se lo trasmiten a las nuevas generaciones que, por supuesto, solo conocen la democracia y en muchos casos prácticamente solo bajo gobiernos petistas.

 

 

 

El cuarto y último punto es justamente el vínculo entre las nuevas generaciones y el supuesto auge de los valores políticamente correctos. El fin de semana pasado, las calles de Brasil se llenaron de mujeres que, convocadas por la consigna Elenao (El No) salieron a repudiar la candidatura del hospitalizado ex capitán, señalado como misógino, homofóbico, racista, etcétera.

 

En un país con escasa tradición de movilización política (Brasil no tuvo ni siquiera guerra por su independencia), el progresismo nucleado en torno a la candidatura de Haddad se extasió con el nivel de la protesta y la anotó en el activo del ascenso del candidato petista en las encuestas.

 

Grande fue su sorpresa cuando las encuestas post marcha EleNao no solo coincidieron en marcar un ascenso de Bolsonaro rompiendo el techo de los 30 puntos y un estancamiento de Haddad en poco más de 20 puntos, sino que, además, marcaron que, pese a que hay una leve diferencia a favor del rechazo a Bolsonaro (52 a 48), el voto al candidato conservador había crecido de 18 a 24 puntos en la intención de voto entre las mujeres.

 

 

 

Por si esto fuera poco, Bolsonaro llegaba a ese 30 saliendo de su núcleo duro de blancos universitarios de clase media, aumentando su respaldo, en cambio, entre los votantes pobres del norte de Brasil (baluarte del PT) y de los suburbios de las grandes ciudades. Incluso, aumentando sus marcas entre la población de origen afroamericano.

 

Nada que no hubiera sucedido ya en Estados Unidos, donde Trump obtuvo respaldos similares entre hombres y mujeres y hasta ganó en el estado de Florida -decisivo en el Colegio Electoral-, donde el voto de origen hispano es clave.

 

¿Porque pasa esto? ¿Votan mujeres, negros y pobres a su verdugo? No necesariamente. Sucede que, por ejemplo, la agenda de género es impopular en Brasil y en la región y solo interpela fuertemente a sectores medios, urbanos, de formación universitaria. La clase alta puede llegar a verlo como algo cool pero que, en definitiva, su aplicación o no, no afecta sus intereses. Y los sectores populares, en un país con los niveles de pobreza de Brasil, tienen, lógicamente, muchas otras prioridades en su agenda e incluso les resulta ofensivo para sus valores tradicionales -hay que tener en cuenta que las iglesias Católica y Evangélica tienen mucha presencia popular en Brasil.

 

Además, aunque en el pasado la atacaba, Bolsonaro se cuidó mucho en campaña de cuestionar el plan Bolsa Familia con el que Lula alimentó a millones de brasileros hambrientos e incluso retó públicamente a su candidato a vicepresidente, Antonio Mourao, por pedir eliminar el aguinaldo.

 

La prensa brasileña reprodujo un testimonio de un puntero político en una barriada paulista muy gráfico en este punto: “Usted consigue convencer a las personas si va directo a la cuestión moral. Por ejemplo, le dice al conductor de un ómnibus si él apoyaría que su hijo Joao pasara a llamarse María. Seguro que va a decir que no”. Lo único que está prohibido decir “es que va a eliminar el subsidio bolsa-familia”.

 

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